Wednesday, April 02, 2008

 
Cardiograma
del tijuanense

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Saturday, May 13, 2006

 

Monday, April 10, 2006

 
Cardiograma del tijuanense




…y a la diestra mano de las Indias
había una isla llamada California, a
un costado del paraíso terrenal, toda
poblada de mujeres, sin varón ninguno.
Eran de bellos y robustos cuerpos, de
fogoso valor y de gran fuerza…
En ciertos tiempos iban de la tierra
firme hombres con los cuales ellas
tenían acceso, y si parían mujeres las
guardaban, y si hombres, los echaban
de su compañía…

Garci—Ordóñez de Montalvo
Las sergas de Esplandián, 1492





1

No siento diferencia alguna entre una ciudad y otra. He llegado a lugares en los que jamás estuve y me conduzco como si allí hubiera transcurrido toda mi vida. La arquitectura de las casas, las calles estrechas o anchas, nada me dicen. Tal vez sólo el movimiento de la gente y los autos me aturda, me haga divagar de un sitio a otro sin rumbo preciso. Todo me da igual. Poco a poco distingo menos los rasgos propios de las cosas y casi todas las tardes termino por entregarme a dormir, despertar y, naturalmente, no hablar con nadie. Me he concedido treguas, lapsos en los que pospongo o logro mantener ocultos mis deseos. Soy el centro del mundo, el espejo: nada importa, todo existe en función mía, cuando duermo desaparecen las cosas, la Tierra deja de girar y de desplazarse por el universo.
Las tardes en la costa son frías, heladas como el Pacífico, sordas como la corriente de Alaska que desciende a un costado de la península hasta caer en curva frente a la bahía de Sebastián Vizcaíno. Desde los campos de algodón, más allá de la planicie desértica, pueden distinguirse las montañas por un lado, la sierra de San Pedro Mártir y el mar blanco espumoso azul oscuro que está allá lejos. Me recuesto en una carreta abandonada, sobre el acantilado. El mar, oscuro, parece aplacarse. Sé que está frío; ni siquiera por la luz lunar alcanza a dibujarse la línea que lo definiría contra el fondo; una especie de brisa negra lo confunde con la prolongación del cielo. Siento la brisa aumentar y venir hacia mí. En ciertas épocas del año desfilan los barcos de carga pegándose a la costa, esquivando la tramontana, pero pronto se pierden. Sólo muy de vez en cuando, cada dos o tres años, pasa el mismo navío francés enfilando hacia el canal de Panamá y saluda con tres cañonazos de alarma. Un pasajero de la cubierta, entre la niebla, hace señas y ofrece de su botella. Las casas de los pueblos son blancas, están pintadas de cal, se amontonan en la colinas, silenciosas... El mar se hace negro y el cielo también se hace negro y la lluvia cae contra el mar; todo se vuelve muy oscuro y caótico. El viento me atonta y pido a gritos ayuda. Una manada de focas avanza flotando, se deja conducir por la corriente de Alaska. Más allá, un barco pesquero se desplaza y sólo se sabe de él cuando enciende y apaga un farol que debe llevar en la proa o en la popa.
—Tengo frío.
Cuando el sol ya está definitivamente en el cielo, guardo en el auto las pertenencias de Beverly.
—Yo manejo –le digo—. Tú duérmete.

 



2

Aunque en un principio creí definitiva su desaparición, transcurrieron varias semanas durante las cuales las ganas de verla y la sensación de que me la encontraría el día menos pensado persistieron en mí. Como en otras ocasiones en que de pronto me veía en las afueras de la ciudad, reanudé mis visitas al aeropuerto. El mero declive del camino me hacía llegar lisamente a la parte ondulada de las colinas; luego, el ascenso gradual de la bicicleta me permitía sentir el cambio de temperatura y la frescura del aire. A medida que remontaba la cuesta, el minarete del casino, allá abajo, en una demarcación aparte de la zona urbanizada, era el único punto de referencia de las ruinas de Agua Caliente.
Era una costumbre muy antigua ésta de irme al aeropuerto; no era accidental ni empezó con la presencia de Beverly allí. En otra época hacía la misma excursión en bicicleta; me pasaba las horas de la mañana remontando las colinas y gran parte del día viendo los aviones en la gran meseta donde el aeropuerto fue construido. Nunca invité a nadie conmigo. Me gustaba hacerlo solo. Con nadie tampoco compartía la alegría que me proporcionaba ese pasatiempo solitario. Era un espectáculo fascinante que me sacaba de mí mismo y me hacía olvidarme del tiempo. Durante todos esos años llegaban aviones pequeños, de dos alas. Luego fui conociendo modelos más nuevos, unos DC—3 cargueros que transportaban mariscos, y vi llegar los primeros de propulsión a chorro que se elevaban produciendo una gran conmoción por encima del viejo trimotor negro, monoplano, sin hélices, oxidado y arrumbado a la entrada de los hangares como una estatua de hierro o un esqueleto de ballena en cierta forma bello y caduco. Sobre la línea internacional, invadiendo distraídamente los espacios aéreos de ambos países, también circulaban parejas de cazas militares que dejaban vibrando los cristales de las ventanas y adoloridos los tímpanos.
Ver llegar y despegar los aviones me fijaba de tal manera en el suelo que mi vista y todo mi cuerpo entraban en una suerte de parálisis momentánea, como si el zumbido de los aparatos me absorbiera y retrotrajera de lo espasmódico al silencio. Los veía perderse, meterse en el cielo detrás de un chorro negro o aterrizar contra la pista como si fueran gigantescas gaviotas. Las pocas veces que viajé en un avión, unos días antes de que muriera mi padre o en la improvisada carlinga de una avioneta fumigadora, sentí el pánico. Siempre traté de dormir durante el vuelo, pero era imposible. Al fingir que dormía, experimentaba el sentimiento de ser atraído, de estar suspendido en el aire, a flote o inmerso dulcemente en una alberca tibia, a buen resguardo gracias a los cuatro motores y a la cabina de mando que me cargaban y mecían e impedían la caída de mi cuerpo en el vacío. Con ese sueño falso –porque ni siquiera el ronroneo uniforme de los motores me inducía a dormitar— apoyaba la frente contra la ventanilla y veía cómo mi cuerpo y el cuerpo del avión irrumpíamos en las nubes y nos deslizábamos sobre la inmensidad blanca: me parecía que volar sobre un campo de motas de algodón en nada me salvaría de la catástrofe.
Tuve la ocurrencia de que podía morir y de que hasta ese momento no había logrado arraigarme en ninguna parte. El hecho de volar me ponía frente a un riesgo que no dependía de mí y que, sin poder hacer nada por evitarlo, me resultaba atractivo. Era un poco afrontar la posibilidad de perderlo todo en la ruleta del casino y desear entonces aferrarme auténticamente a algo. Dejaba que fluyeran en mí estos pensamientos mientras reconocía a la vez que el vuelo era un estado estacionario, una suspensión que alimentaba mi ociosidad y me permitía jugar con presentimientos no desconocidos por mí en tierra firme: apostar a ciegas, regodearme en la sensación de que al huir del peligro real que comporta la vida de hombres más audaces y menos cobardes que yo –peligro que no me había atrevido a asumir siquiera experimentalmente en ninguno de mis treinta años vividos a medias— lo único que lograba era meditar en mi condición pasiva y en mi torpeza vital, en mi exceso de precauciones y en mi miseria. Pero, de cualquier manera, no me atormentaba demasiado ese relajamiento fantasioso de volar y creerme ante un ridículo peligro de muerte. La última vez que volé vi las nubes y luego los espacios claros de la costa, las montañas amarillas, los cerros rojos. Vi el ala metálica del avión fijamente y dejé que el zumbido de las hélices me adormeciera, pero nunca recordé el rostro de los pasajeros que viajaban conmigo.
En cuanto oscurecía regresaba a Tijuana dejando correr la bicicleta por inercia, suavemente, con cierto ritmo, por la cuesta. Era una tarde más que había transcurrido, pero no la última: pocos días después vi descender la Piper Comanche de dos motores y ala baja que apareció primero en el cielo como un mosquito insignificante, tocó tierra sin hacer ruido, y de inmediato coleó con extraordinaria facilidad de maniobra para estacionarse. Le tomé varias fotografías.
A la mujer la acompañaba un hombre de chaquetón azul marino. Bajaban juntos a la ciudad, pero a la mañana siguiente ya no estaba en la pista la avioneta amarilla. Así la vi llegar varias veces, sola o acompañada. Ella piloteaba la avioneta. El hecho de que supiera manejar un avión hacía que yo viera en sus manos una potencia y una superioridad que la separaban de mí infranqueablemente, como si ella procediera de otro mundo y poseyera el recurso de desaparecer a voluntad en cualquier momento y rumbo a cualquier parte.
Mis visitas al aeropuerto se volvieron menos frecuentes. Las fotografías que furtivamente le fui tomando me consternaban tanto como el original, pero en ellas era más seguro verla con gusto, sin temores, y la contemplación podía ser infinita. Beverly abría la portezuela, ponía el pie sobre el ala, y de un ligero salto tocaba el suelo. Llevaba lentes para el sol, una mascada. Su único equipaje parecía ser una bolsa de lona que movía con el codo izquierdo hacia atrás. El trimotor negro, sin hélices, esquelético, asomaba de pronto como fondo en algunas de las fotografías igual que un ganso disecado o un águila con sus retoños ocultos, como el desleído fotograbado que en un periódico amarillento mostraba a mi padre y a una grupo de compañeros suyos telegrafistas, abrazados, a fines de los años veinte, bajo el ala amorosa de un Ford trimotor.
Mi padre, con bigote color tabaco, lucía un chaleco perla y un sombrero gris de piel de conejo, y atrás, indefinida y fuera de foco, saltaba como un minarete la torre de control del pequeño aeródromo desde la que se organizaba el servicio de taxis voladores entre Hollywood y el casino de Agua Caliente. El Ford trimotor había sido el caballito de batalla del correo y el transporte intercontinentales, el mismo que sirvió para inaugurar diversas rutas hasta lugares antes inaccesibles. La gaviota o ganso de hojalata tenía la forma de un romboide alargado, el fuselaje de aluminio, y tres motores, el del centro más prominente que los dos laterales, que se le ensartaban en la nariz y las alas. Voló prácticamente todas las rutas conocidas entonces, al servicio del ejército y de compañía civiles. Se utilizó para pasajeros y carga. Anfibio, podía descender sobre llantas, lanchas o esquíes. Cerca de doscientos Ford trimotores fueron construidos entre 1925 y 1932. Incluso en España, cuando Alemania e Inglaterra poseían ya aparatos muchos más perfeccionados, las primeras avanzadas republicanas sucumbieron en muchos de aquellos legendarios trimotores. Todavía algunos de estos artefactos, reacondicionados, sobrevuelan, unen puntos distantes del hemisferio. Tienen un poder de despegue superior al de los otros aparatos de su tiempo y conservan la durabilidad de su venerable predecesor. Su piel de aluminio es liviana y más resistente. Operados con los pies, sus frenos funcionaban hidráulicamente. Sus cables de control son internos y no externos como antes.
Hecho a un lado, masa de herrumbre entre algunas charcas, el trimotor servía de marco a las imágenes, y su desvencijada carlinga, por cuyas hendiduras entró el teleobjetivo de mi cámara, encuadraba a contraluz la pista y la alambrada del aeropuerto, el pie de Beverly que poco a poco, desde el ala de la avioneta, deslizándose, tocaba el suelo con la punta de los dedos, y luego se delineaba ella de cuerpo entero, la mascada volándole hacia atrás. Ante el tenue desvanecimiento de la luz, las últimas fotografías fueron manchas oscuras, sin matices, una ilustración de la nada: el señalamiento de una ausencia, la definitiva desaparición de la Piper y sus pasajeros, el abandono total del aeropuerto como base o punto de contacto meramente aduanal.
No podía yo entrar en ningún sitio porque ya estaba allí el susto de verla intempestivamente, el terror de encontrármela una vez más, aunque ella no se percatara de mi cuerpo. Sin embargo, tampoco dejaba de asomarme a las salas del aeropuerto, a pesar de que me resultaba demasiado fingido propiciar un encuentro, así pareciera accidental, gesto que no casualmente intentaba todos los días sin consumarlo. ¿Cómo era posible desear algo tanto y al mismo tiempo no hacer nada por conseguirlo?
Más tarde, me resigné a prescindir de esa costumbre. Sólo veía de lejos y desde abajo la torre de control y, en la noche, el luminoso brazo de su reflector que acariciaba las nubes. Me fui haciendo de itinerarios con diferentes rumbos, excluyendo las colinas y hacia la playa, y al atardecer me refugiaba en la fotografía. Sobre la pared coloqué un atril que indicaba mi exacta estatura, mi colocación perfecta en lo que tocaba a los hombros, mi inclinación natural, y el levantamiento preciso, a cierta altura, del mentón. Enfrente puse la cámara en un tripié, le adapté el dispositivo automático del disparador, y me tomé la foto correspondiente a ese día. Después, incluí nuevos estantes en el cuarto de revelado y me encerré días y noches experimentando con el material fotográfico: una diferencia muy leve se notaba de una fotografía a otra, el cambio apenas discernible operado cada veinticuatro horas, la frente un poco brillante a veces, la mirada temerosa, la sonrisa amarga del previsible envejecimiento o las cejas más juntas que en días anteriores. Aislaba luego a Beverly de los conjuntos, rescatando un solo detalle (el pie, la cara de perfil, el codo sobre la bolsa de lona) y demorando en la espuma su camino hacia la luz con el agua del fijador. Este aislamiento le daba otro valor a mi curiosidad por salir a la calle, me permitía recuperar el deseo y ver con otros ojos. Parecía que apenas había sido la víspera y no semanas atrás, la última vez que recorrí las inmediaciones del aeropuerto, la zona verde de los campos de golf, aunque al mismo tiempo tenía la sensación de que acababa de llegar de un viaje muy largo. Ninguno de los rostros que encontré en la calle me resultaba familiar.


 


3

Cada mañana que comienza restituye a Beverly a los objetos y a mis primeras palabras. Beverly apareció un día en el aeropuerto. Beverly se movía. Beverly me daba un beso. Beverly caía a mi lado en el auto cuando llegábamos a la línea internacional. Esto lo puedo ver. Parecería que ya no le doy importancia, que el tiempo todo lo vuelve borroso.
—Tienes los dientes de ardilla —le decía.
Y allí estaba riéndose de nuevo, como niña. Me quedaba justamente a la altura del hombro. La abrazaba con un movimiento natural, sin premeditarlo. Un día amanecimos en la playa y contamos uno, dos, tres segundos: el faro se encendía a lo lejos cada tres segundos primero, luego cada seis segundos. Le enseñaba a leer en español.
—Susi. Ésa es Susi. Susi se asea. Así es Susi.
En un momento inesperado me devolvía la lección:
—Pepe es un es un charro valiente que a su caballo lazó. Si ti dibujas la cuerda es que ya sabes la O...
Pero también quiero que viva, me hable y me bese, me pregunte cómo estás, me llame por mi nombre, me diga oye mi amor cómo hace tiempo que no te veía, ¿en qué parte del mundo te habías metido?
Ningún rasgo de sus dimensiones exactas sale de mis manos; mis trazos quieren volverla una mancha y mis ojos imaginar allí el rostro escondido e insospechado. La veo de doce años cuando, con vestido blanco y trenzas, corría en bicicleta rumbo al pirul caído hasta perderse de vista tras el terraplén de la vía. Tal vez continuaba por el terreno pedregoso y dejaba la bicicleta en la cerca. La casa de las colinas. No sé más, pero tengo la idea de que es inevitable abstraerla de aquel ambiente nocturno. ¿Cómo imaginar un río abundante, unos baños de aguas termales, unas casas construidas sin orden en las afueras de la ciudad? Para eso, Beverly debía haber tenido cuando menos doce o trece años. La edad no la distingue de nada. Pudo haber sido también la mujer sentada en la puerta de la casa que veía corretear a los niños o una de las niñas que ahuyentaban a los perros en la pequeña vecindad. Las colonias que poco a poco se fueron formando en las estribaciones de la playa y las faldas de los cerros eran grupos de cajones desvencijados, empaques de manzanas, incompletas casas todavía, tramoyanes de madera y tablas envueltas en cartón negro, techos untados de brea, tela de alambre clavada sobre las paredes, materiales sobrantes de refugios antiaéreos. Era imposible reconocerla sentada, contenida e inconmovible, ante los gritos que se alcanzaban a oír provenientes de los baños de aguas sulfurosas o recostada en el pasto de la escuela secundaria. Frente a la casa se habían extinguido los basureros. Se multiplicaban las familias de perros y en la noche merodeaban hambrientas. A falta de inmundicias donde hurgar y meter sus hocicos, los perros enflaquecidos se descorazonaban en las ciénagas; perros en cantidad, huesudos, reculaban bajo la lluvia de piedras que arrojaban los muchachos. Una vaca azuzada por los perros se ahogaba en las riberas falsas del río.
Y luego era otra, de más edad. Salía muy al amanecer del Aloha o del Blue Fox, con un vestido verde de seda, después de haber estado entre desenfadados marineros y soldados de San Diego antes de recibir el sol picante en la espalda y encontrar el viento helado de principios de octubre y añorar como nunca las sábanas limpias, la almohada de plumas y el baño después de medio día. ¿Qué importaba lo que de particular tuvieran su rostro demacrado y de pómulos salientes, su pelo rubio y castaño? Lo que importaba era su manera de estar, estar realmente y no plantearse demasiadas preguntas. Debía partir de una estrategia elemental para sobrellevar el mundo. ¿A quién podía ocurrírsele, en aquellos momentos, recorrer los cabarets del río y dejarse tentar por bailarines o marineros o quedarse toda la noche hasta el amanecer en plena calle con el pretexto de que sólo así, viendo pasar a la gente desde una banca o el guardafangos de un auto, se puede conocer bien una ciudad?
Pero las calles eran interrogantes. Las marquesinas, los adornos de un cabaret como el Aloha eran, más que afirmaciones, signos de duda. Desde siempre, porque entonces ya se erigían construcciones fantasmales que querían ser al menos dos o tres paredes más auténticas que los sets hollywoodenses que ofrecían una versión acartonada y pintoresca de Tijuana, ciudad mujeres, multitud de mujeres de todas las edades, ríos, ríos de mujeres, ríos secos y cuencas arenosas.
Con el picante sol en los hombros, Beverly escapaba del Aloha y abandonaba parsimoniosamente la zona norte de la ciudad entre hileras de autos con placas de ambas Californias, charcas y puestos de fritangas malolientes. La oscura organización de los cabarets del río la fue envolviendo desde sus primeras, esporádicas visitas a la frontera. En sus años de gloria la ciudad le sirvió de refugio. Fueron los años de la ley seca, la clausura del casino de Agua Caliente, la segunda guerra mundial, la de Corea. La ciudad se fue extendiendo hacia los cerros, vivía de contrabando de leche y gasolina, llantas y accesorios de automóvil, se barrían los dólares con escoba, su población flotante dejaba de serlo en cuanto terminaban las guerras, y así, de una ranchería de finales de siglo pasó a ser un pueblo fantasma al principio, luego una maravillosa tierra de nadie en la que tanto los visitantes como los nativos se sabían perdidos y sólo fraguaban negocios de remuneración inmediata y aspiraban a industrializar el aborto, los juegos de azar, los centros de diversión y las baratijas artesanales.
—Tengo frío.
Cuando el sol ya está definitivamente en el cielo, guardo en el auto las pertenencias de Beverly.
—Yo manejo –le digo—. Tú duérmete.

 
4

Debía llevarla exactamente al hangar donde la esperaba el piloto instructor. Debía oírla sin mirarla. O debía ver de reojo su silueta contra la ventanilla del auto que conducía a través de la niebla fijando la vista en los carros que corrían enfrente. Íbamos sentados en el mismo asiento y a su lado, desplazándose hacia atrás bajo el complejo trébol de autopistas encontradas unas con otras, se extendía un cementerio enorme, tan grande como sólo a una ciudad así, tan criminal, podía corresponder. Al otro lado de la ventanilla asomaba el pasto, se olía. El ruido aminoraba. Podía palparse el silencio del cementerio. Bruscamente, al trasponer unos tanques gigantescos de gas niquelados y esféricos, la montaña se volvía una mesa. La Piper Comanche la esperaba. El piloto instructor ya había puesto a calentar los motores. Y yo los observaba, a él y a ella, tomar pista y despegar. Los miraba perderse entre las nubes y reaparecer luego rumbo a la costa. Los perdía de vista desde la cafetería donde me había puesto a esperarla.
Árboles y campos de golf rodeaban el aeropuerto por el norte. Alambradas de canchas de tenis se tendían a lo lejos. La tela de alambre se elevaba entre mí y gran parte del campo, pero de cualquier manera la falta de ventanal me hacía partícipe de los ruidos y sentir el chorro de viento que arrojaban los aviones supersónicos de la Navy al cambiar de posición y adentrarse en la pista. La tierra se despegaba del fuselaje, se quedaba abajo, se hundía, bajaba, se separaba y volvía poco a poco a rozar las llantas del aeroplano. Beverly iba al timón. El viejo lobo del cielo le enseñaba ufano a volar. Avancé hacia el campo aéreo y la miré. Bajaba de la avioneta amarilla. Caminaba alta y riéndose, con su traje sastre, el cuello abierto. Hasta aquel momento no me había enterado aún de que la parte superior de su cabello era un recurso cosmético, y a medida que se acercaba por los pasillos la veía más sola, menos acompañada: ya estaba conmigo. Atravesó el vestíbulo y al aparecer en la puerta de la cafetería, con un cigarro en la boca, sin encender, encaminada hacia mí, se encontraba absolutamente sola. La había esperado. La había vuelto a contemplar como me lo había propuesto y, como antes, nos habríamos de reunir muchas veces. Nos tomaríamos de la mano y dejaríamos aquel aeropuerto para siempre. Reconoceríamos los mismos pasillos de la escuela nocturna en el excasino, pasearíamos una vez más desde las diez de la noche hasta el amanecer del día siguiente. Y despertaría con un gesto cansado, con un gesto falso de emoción.



 
4

Debía llevarla exactamente al hangar donde la esperaba el piloto instructor. Debía oírla sin mirarla. O debía ver de reojo su silueta contra la ventanilla del auto que conducía a través de la niebla fijando la vista en los carros que corrían enfrente. Íbamos sentados en el mismo asiento y a su lado, desplazándose hacia atrás bajo el complejo trébol de autopistas encontradas unas con otras, se extendía un cementerio enorme, tan grande como sólo a una ciudad así, tan criminal, podía corresponder. Al otro lado de la ventanilla asomaba el pasto, se olía. El ruido aminoraba. Podía palparse el silencio del cementerio. Bruscamente, al trasponer unos tanques gigantescos de gas niquelados y esféricos, la montaña se volvía una mesa. La Piper Comanche la esperaba. El piloto instructor ya había puesto a calentar los motores. Y yo los observaba, a él y a ella, tomar pista y despegar. Los miraba perderse entre las nubes y reaparecer luego rumbo a la costa. Los perdía de vista desde la cafetería donde me había puesto a esperarla.
Árboles y campos de golf rodeaban el aeropuerto por el norte. Alambradas de canchas de tenis se tendían a lo lejos. La tela de alambre se elevaba entre mí y gran parte del campo, pero de cualquier manera la falta de ventanal me hacía partícipe de los ruidos y sentir el chorro de viento que arrojaban los aviones supersónicos de la Navy al cambiar de posición y adentrarse en la pista. La tierra se despegaba del fuselaje, se quedaba abajo, se hundía, bajaba, se separaba y volvía poco a poco a rozar las llantas del aeroplano. Beverly iba al timón. El viejo lobo del cielo le enseñaba ufano a volar. Avancé hacia el campo aéreo y la miré. Bajaba de la avioneta amarilla. Caminaba alta y riéndose, con su traje sastre, el cuello abierto. Hasta aquel momento no me había enterado aún de que la parte superior de su cabello era un recurso cosmético, y a medida que se acercaba por los pasillos la veía más sola, menos acompañada: ya estaba conmigo. Atravesó el vestíbulo y al aparecer en la puerta de la cafetería, con un cigarro en la boca, sin encender, encaminada hacia mí, se encontraba absolutamente sola. La había esperado. La había vuelto a contemplar como me lo había propuesto y, como antes, nos habríamos de reunir muchas veces. Nos tomaríamos de la mano y dejaríamos aquel aeropuerto para siempre. Reconoceríamos los mismos pasillos de la escuela nocturna en el excasino, pasearíamos una vez más desde las diez de la noche hasta el amanecer del día siguiente. Y despertaría con un gesto cansado, con un gesto falso de emoción.



 


5

Manchones, afloramientos, fajas estrechas separaban a la ciudad del océano. Las dunas se formaban por la reunión de numerosas lenguas de arena. Por el lado del mar abundaba la tierra movediza, sin vegetación. Hacia el acantilado y las laderas, nacían arbustos y hierba. Un viento dominante arreciaba en la noche y se acumulaba arena y arena. El oleaje castigaba las dunas y se notaba que su evolución y forma dependían del viento y la humedad. Pequeños granos de fósiles se pegaban a los pies.
La avioneta resbalaba suavemente sobre la pista de aterrizaje improvisada en la playa. Las tres patas de la Piper Comanche se hundían en la arena plana y mojada chispeando. Beverly piloteaba la avioneta. Luego despegaba y desaparecía. Al principio sólo permanecía allí durante el fin de semana. Evitaba el mar y prefería caminar por las dunas, los médanos costeros transversales, paralelos y próximos a la playa, enterrando los pies. Aquella condición del terreno parecía atraerle.
Desde el acantilado, al amanecer, podía ver con más claridad la pequeña Piper estacionada junto a uno de los búngalos. Sobresalía atada con cuerdas a una roca, la cabina cubierta con una lona. El viento la agitaba ligeramente. Así, desde lejos, tuve ocasión de verla una vez más y más a menudo. La veía entrar en el búngalo, salir a la playa, volver para encerrarse todo un fin de semana o acercarse a la avioneta, calentar los motores, y desaparecer. Llegaba el día menos previsto y nada indicaba cierta periodicidad en sus viajes. Lo único evidente era que aquel búngalo era su casa. Tenía una manera de ocuparlo y abandonarlo que a nadie se le hubiera ocurrido tomarla por una extraña. Aún no le daba ningún nombre, pero por lo pronto me bastaba saber que allí vivía, y que a veces podía ausentarse media tarde o un par de horas. Me satisfacía comprobar que era tan alta como la vi siempre, delgada, que caminaba sin ganas, que dormía mañanas enteras, a veces diez horas, que se untaba aceite de coco cuando se recostaba en la playa. Imaginaba que de tocarla en la noche sentiría aún el sol en su piel tibia, sus orejas, sus labios al besarme, y que juntos correríamos o flotaríamos en el mar espeso. Aunque durante aquella primera etapa de mi acercamiento ella seguía siendo un ser anónimo, distante e inaccesible, al que me limitaba a contemplar, me sentí viviendo con ella.

 



6

Me desperté hablándole.
¿En qué parte del mundo se había metido? ¿Qué clase de vida hacía? Si de algún modo estaba relacionada con el teatro muy bien podría yo dirigirme a ella en la puerta de salida de los actores o simplemente verla en escena sin acercarme nunca a conocerla. Me aterraba el silencio de afuera y de allí en la pieza. No me movía. Miraba mudo cada uno de los rincones, el tapete, los piñones secos sobre la mesita de centro, los pocos libros en los estantes. Nunca había pasado más allá de la sala y el pequeño comedor. En forma más bien alargada, los cuartos iban quedando a un lado del pasillo. La recámara. Una cama matrimonial mal tendida ocupaba la mayor parte del recinto. Sentía la necesidad de salirme corriendo, pero pronto me fui adentrando en otras piezas: había un cuarto de niños, un televisor, una cómoda: suéteres salidos de los cajones; encima, unas botellas de perfume, una máquina de escribir, papeles y libretas. Cuando abrí el ropero vi varios vestidos y pantalones de mujer. Del mismo tubo horizontal pendían sacos y abrigos de hombre. Abajo, sobre un veliz, asomaba una caja de madera, una especie de cofre oscuro y marrón.
Me preguntaba si algún día iría a conocerla, encontrarla y fingirle que tenía mucho gusto en verla por primera vez a pesar de que me ocultaba en su casa y dormía en su cama, bajo sus cobijas, posesionado de cada una de las cosas en que ella había puesto las manos. Empecé a comer en su mesa. Comía sus alimentos, en sus trastos, sopa de lata, galletas, dátiles. Cocinaba en su estufa, en sus sartenes, con su salero. Leía sus libros. Me sentaba en la tina durante horas bajo el agua tibia con una copa de coñac al lado. Me enjabonaba con su cepillo de baño. Me secaba con sus toallas. Caminaba descalzo por la estancia. Hacía té de unas bolsitas que descubrí en la despensa. Una carta dirigida a ella, el recibo de la luz, me daban el dato de su verdadero nombre: Beverly... Ya sabía cómo nombrarla, Beverly... En una gran cesta de paja había objetos de utilería, frutas de cera, un vestido largo y un poco transparente, mallas negras y zapatos de correas, de tacón alto, payasitos, una chamarra de franela que pronto hice mía. A través de sus discos conocía sus gustos. Un folleto alargado, Flying Private Club of Southern California, enlistaba rutas aéreas, playas y hoteles, pistas particulares, en el sur de la península. Después de unos días empecé a convencerme de que pronto volvería, de que sólo había salido un momento; me inquietaba la posibilidad de que entrara sin tocar la puerta abriendo con la llave de su casa y me sorprendiera dormido en su cama.
Sentía mi mano que daba una caricia temblorosa. Destapado, el cofre mostraba su interior en desorden: un montón de sobres del correo mexicano con líneas verdes y rojas en los bordes. Luego, algunas hojas mecanografiadas de un probable relato autobiográfico... Varias fotografías destacaban entre los papeles. En una de ellas una niña posaba junto a una mujer robusta y buena que llevaba lentes para el sol, no muy oscuros, y vestido de hombreras triangulares. En otra, la misma niña sonreía entre un grupo de muchachas uniformadas. Las fotos que parecían de estudio procedían de contactos de película revelados en una hoja grande: el rostro fotografiado varias veces en la misma postura, el pelo alzado, la boca humedecida, los ojos fijos en la cámara: Beverly de quince o dieciocho años, las pestañas largas, las cejas apenas depiladas, los labios sin pintar. Y más tarde, evidentemente, por los rasgos de sus ojos separados, por el cabello lacio y el traje sastre y el cuello suelto de la camisa blanca de seda, se notaba que había crecido precipitada y abruptamente: su mirada escondía mal una manera de no estar de acuerdo, una oposición esencial a todo lo que la rodeaba. Luego en otra foto aparecía vestida de mezclilla, pantalones y camisa gruesos, mientras tomaba el sol en un patio, en primer plano y lejos de un grupo de mujeres aparentemente reclusas, y una vez más el cigarro entre los labios, la carterita de cerillos en la mano, sin encenderlo.
No lograba entender por qué los sobres no venían dirigidos a ella sino a otras personas de Santa Mónica o San Francisco. Lo cierto es que las cartas estaban escritas por ella, o por lo menos la mayor parte de las que formaban un fajo atado con un listón negro y ordenado cronológicamente. Parecía que había asistido en Cabo San Lucas a una filmación, pocos años atrás, y se había quedado a vivir una temporada en Mulegé. Poco a poco la historia se me iba formando en la cabeza, pese a los fragmentados pasajes y algunas alusiones incomprensibles, sin aparente ilación entre sí, como si yo siguiera viendo la película a partir de la mitad o secuencias aisladas. Saqué la caja de madera y la coloqué en la mesa, junto a la máquina de escribir, con mucho cuidado. La fui inclinando hasta que las cartas se fueron esparciendo en una disposición memorizable para el momento en que debía restituirlas en su orden original. Seguí leyendo de pie las cartas indiscriminadamente. Ya estaba a punto de integrar mentalmente la trama de anécdotas y nombres, pero quedaban cabos sueltos, detalles y vagas referencias que, aunque me confundí respecto a cierta claridad lógica, me bastaban. Prefería no saber demasiado. Entre los papeles se encontraba también una pequeña colección de sobres sepia y otros de hechura y material japoneses. Las primeras cartas hablaban de comida, de chuletas de cerdo en salsa agridulce, de patos laqueados, de cómo me gusta cocinar, de tardes enteras transcurridas en la playa, de diferentes clases de quesos, de vino, él conoce recetas increíbles, sí, cuatro o más veces, casi siempre, en las noches, como antes, ¿recuerdas? Qué redundancia decirte que estoy feliz. Y luego: tendré que irme un día de estos. La otra noche no pude evitar lo que ya parecía inevitable. Iba a suceder tarde o temprano, así que dejé que las cosas se precipitaran y no volví al hotel. Pero no quisiera hablar mucho de esto. En una semana sucedió exactamente lo mismo. Sólo que no esperaba que fuera tan brutal, tan abrupto. La pareja no da más. Esto es lo que esperábamos, ¿qué quieres? No hay más. No puedes estar viviendo en el éxtasis todo el tiempo y toda la vida. Y se callaba. Cualquier cosa hubiera preferido yo, un insulto, algo, carajo, se sentía como si la estuviera regañando y me daba la razón en todo. No se defendía.
—Nunca logras nada —le decía—, te quedas a medias, no completas las cosas...
—Sea como sea, quedarte solo es una opción poco generosa...
Luego había conocido a un actor japonés que estaba de paso por los Cabos. Creía que era de Java, escribía, un poco la idea que yo siempre había tenido de un romance oriental. Contaba cómo eran las playas en Mulegé, verdes, plateadas en el fondo, que había preferido llegar después del verano y pedía a su amiga (a quien dirigía la carta, como casi todas las de su colección) dinero prestado y unos libros. Este primer contacto con la voz silenciosa y escrita de Beverly me hacía leer más aprisa. De una manera instantánea veía los puntos y las comas y no entendía cómo era que lograba descifrar con tanta facilidad su letra manuscrita. Pasaba rápido de una carta a otra. Me resultaba imposible relacionar algunos sitios y algunas personas apenas aludidas. Mientras pasaba de un párrafo a otro se repetía el nombre de un italiano; hablaba de él como si fuera su esposo o lo viera todos los días, en prácticamente todas sus cartas. Después, las referencias a Luciano eran frías; más adelante, de absoluto repudio. Pero no todas las cartas estaban ordenadas por fechas; unas se sucedían con una diferencia de diez días, otras eran anteriores a las que leí en un principio. Vivían en Mulegé, pero habían ido a pasar unos días en Cabo San Lucas. Hubo al parecer una contrariedad, un malentendido irresarcible, y se produjo una ruptura. Aparentemente Beverly se había extraviado una de esas noches y no había vuelto hasta la mañana siguiente. Con letra muy ceñida, tensa, confiaba a su amiga que iba a tener un hijo, pero más adelante, en una carta breve, escrita a máquina, le adelantaba la posibilidad de impedirlo. Había el recuerdo, apuntado en una servilleta, de una conversación que tuvo en un café del Cabo, etcétera, etcétera.
Hubo un momento en el que fui perdiendo todo interés. Me aburría lo que fragmentariamente se disparaba de las cartas. El afán de conservarlas, con quién sabe qué propósitos, el hecho de acumular objetos en nombre del pasado, empobrecían la imagen ideal que yo quería formarme de ella. Volvía a mirar cada una de sus fotos, casi le hablaba en plena cara; sentía en los más hondo de mí que nos conocíamos desde hacía muchísimos años. Con la misma cautela del principio, devolví el bagaje de papeles al cofre y lo puse de nuevo en el ropero. Temblaba al reparar en el espejo del armario, me arreglaba el pelo con la mano, me resistía a verme directamente a los ojos. Sólo de lado o con el mentón en el pecho me atreví, por un instante, a verme la cara. Me preocupé luego, por un momento, de revisar si así, como estaban acomodadas las cosas, encontré la habitación. Colgada de la regadera había ropa interior, un brasier negro, unas pantimedias de nylon. En la cocina, la misma mesa de lámina. Hice en el vacío un ademán de despedida.



 
7

Sin volver a alzar la voz, Beverly me ofrecía un dulce, un huevo de menta, y por primera vez veía yo que estaba vestida de blanco. Parecía más joven de lo que era. En las paredes contiguas resonaban voces de personas mayores. Tenía el aire de una señora recién casada, luego adquiría la apariencia de una niña de doce o menos años, con el pelo levantado, la cara limpia, y casi rozaba mis párpados. Se tendía en el catre cuando estábamos a punto de besarnos por primera vez, pero nos retenían las cascadas voces del fondo. Beverly chupaba un limón y se recostaba en la silla de lona casi horizontalmente. Teníamos miedo. Me aterraba la idea de que alguien fuera a disparar con un rifle desde una de las colinas; alguien a quien se le antojara matar a alguien. Debajo de las sillas de lona se desparramaba una mancha de animales diminutos. Comentaban que eran langostas y en efecto los insectos empezaban a comer hierba de las macetas, hojas, tierra, y eran plateados, como tubitos de metal; de pronto veía que estaban comiendo arroz entomatado disperso en el suelo. Conseguí una botella de aguarrás para exterminar la plaga, pero fue inútil; me eché un poco en la boca y lo arrojé rociándolo a los bichos. Infructuosamente.



Sunday, April 09, 2006

 
8

—Soy como puedo. Soy como puedo. Mátame entonces... Soy como tú crees que soy. Soy como los otros creen que soy. Soy lo que los demás quieren que sea.
—Vete –me decía—. Vete a donde se están haciendo países nuevos todos los días, haz algo, bueno o malo, pero haz algo. Sal de tu marasmo –insistía, exasperada, después me miraba—. Ve a la esquina y compra un cono de nieve.
Me arrojaba una moneda de cinco centavos, yo la atrapaba al vuelo, me iba corriendo a comprar el cono de nieve y regresaba a compartirlo con ella, a lamer junto con ella la bola de nieve. Me sentía su cómplice; derrochábamos entre los dos, secretamente, el poco dinero de la casa, sin invitar a nadie.


 
9

—Tienen forma de lengua, las dunas –decía—. Se forman detrás de cualquier obstáculo, de cualquier rompeviento.
Me hablaba de otras playas, de un fin de semana que pasó sola en el sur. Vestía una bata de toalla roja, se había quitado las pestañas postizas. Llevaba el pelo recogido. Junto a la cama, el vaho del espejo transfiguraba su rostro ausente, imbricado en otro mundo. Cada movimiento suyo clausuraba un recuerdo dañino, y los silencios, y los tiempos muertos, y la insustituible felicidad truncada. Sin venir aparentemente al caso, retenía sus palabras, se ahogaba en la contemplación ineludible de los dibujos de cuerpos superpuestos y piernas entrelazadas que adornaban la cabecera de su cama, el autorretrato mancillado, el vacío que emanaba de los objetos lacerándola. Y era verdad: en ninguna parte de sí misma había logrado reconstruir lo mejor de su vida descubierta en otros seres. Aquellos días en la playa transcurrieron sin noche en que pudiera conciliar el sueño.
Parecía quererme decir que no hay mujer limpia de pasado, que era alguien a quien marcaron para siempre otras manos, que había algo en ella fatalmente irrecuperable.
Eludía en vano sus referencias a sí misma, incapaz de volver sobre el principio de lo que contaba hasta que el espeso silencio del cuarto la vencía.
—Es un lugar donde tienen todas esas casetas para capitanes –continuaba—, bergantines y galeones en miniatura y allí, en ese lugar de búngalos y sombrillas para el sol ensartados en la arena, caminaba yo y nadie más. Bastaba que me deslizara sobre las dunas, una extensión de arena en picada, más allá de la espuma y las rocas. Pude haberme tirado con la ropa puesta sin pensarlo. Estaba en medio de los médanos. Pronto sentí el agua hasta los tobillos; pero no era necesario mojarse siquiera la punta de los pies para que uno se diera cuenta de que la arena entumecía, a pesar del sol, a pesar del paso definitivo del invierno. Había muchas dunas, pendientes casi verticales. No sabía qué hacer y me desvestí. La playa estaba sola, sin un alma, muy sola. Me dejé ir cayendo hacia abajo enterrando los pies. A medida que descendía, la arena se volvía húmeda, hasta quedar mis pies ocultos en un charco. Nunca quise que vinieras conmigo porque entonces quería estar sola y no hablar con nadie. Empecé a desnudarme. Puse mi vestido sobre la arena en declive, un palazzo piyama anaranjado, muy bonito. Apenas se abultaba. Empezaba a tener frío; entonces con la camarita retraté el bulto que el palazzo piyama medioformaba con las pequeñas elevaciones de arena y en ese momento, aún con el fondo de seda blanca, un poco desteñido, sentí que vestía una túnica griega antigua, y tomé las doce fotos del rollo a mi pobre y adorado vestido de anchas hombreras que no, no es cierto, no era un palazzo piyama. Estaba muy sola, y así me gustaba estar. Y ahora siento bajo mis pies esta parte del mar y siento la brisa: contemplo esta noche y este viento salado del que me apodero con los pulmones. Pero, de cualquier forma, debiste haber venido conmigo. Te hubiera llevado a conocer el litoral de las salinas, los ríos que terminan en el mar, a comer pescado ahumado y frutas secas. Algún día iremos a conocer esos lugares, las misiones, las huertas. En aquellos años tu padre tenía la edad que ahora tú tienes. Eran años fabulosos. Me fascinaban los trajes cruzados, como los de tu papá, los sombreros de plumas, los zapatos de charol, ver el debut de Rita Cansino en Agua Caliente, oír hablar del amante tijuanense de Jean Harlow, apostar en la ruleta y arrojar los dados en el bacará, esperar el amanecer desde la terraza del Salón de Oro. Me encantaba alguien como Isadora Duncan: no ser bailarina las veinticuatro horas del día, encontrar y expresar una nueva forma de vida, iniciar una fiesta en París, continuarla en Venecia y concluirla semanas más tarde en un yate sobre el Nilo, gastar tres mil dólares en lilas; querer ver a Zelda Fitzgerald, la dama del sur, escandalizando en Nueva York encima de los pianos o atravesando con Scott la Quinta Avenida sobre el techo de un taxi; morir en una lunada. ¿Pero por qué añorar algo que no conocimos? Me duele decírtelo, pero no puedes hacer nada en mí. Soy yo la que está mal. Hubo un momento en que ya no estaba contigo. Pero te juro que no es nada. No es aquello. No, no es eso. No puedo, no quiero creerlo. Hubo un momento en que dejé de sentir. Como una muerta. ¿Por qué nunca coincidimos? Tú, finalmente, no has sido lo más importante de mi vida.

 

10

Nos dejamos de ver como si a cada uno lo hubieran sepultado. A partir de aquel momento que coincidió con un amanecer sombrío y lluvioso, lo único que nos unía era el silencio; no el calor ni el insomnio, ni el duermevela en que nos hacían caer de pronto los ruidos del búngalo sobre el acantilado, la materia absorbente de las paredes y los pasillos habitados antes por otros seres. El crujir de la escalera respondía sin duda a las pisadas que otro hombre, años atrás y durante muchos años, imprimía al salir y volver, al ir construyendo día con día su feliz convivencia en aquella casa. De alguna manera los objetos preservaban su cuerpo, sus humores, sus estados de ánimo. Perduraba allí como un fantasma tierno y amado por todos. El gato se acercaba a la puerta; maullaba en su búsqueda, triste. Pero ahora aquellas pisadas correspondían a mis pies: bajé la escalera sin más remedio que mi definitiva expulsión hacia la playa, la brecha, la carretera, las primeras calles de la ciudad apenas transitadas por los vendedores ambulantes que ofrecían a los transeúntes jugo de toronja mientras hombres y mujeres despabilados y friolentos alcanzaban la esquina de los autobuses. Un anciano acomodaba en su puesto los periódicos de la mañana. Volvía a nacer la vida, con toda la crueldad de una atmósfera nublada que cancelaba cualquier posibilidad luminosa, seguramente en el mismo instante en que ella, libre otra vez, cerraba la puerta, corría la cerradura, se quitaba un peso de encima, se ponía la bata, y se metía en la cama para no despertar hasta el atardecer.
Habíamos vivido de tarde en tarde, de noche en noche, en la casa que fue nuestra temporalmente. Una puerta de cristales biselados se encontraba a lo alto de la escalera y en ella dibujamos la forma que tienen las ventanas de las iglesias góticas. Desde el balcón solía mirar el parque redondo eternamente circundado por autos que corrían alrededor de las fuentes, bancas y parejas. Subí a la mesa central y alcé los brazos como si estuviera a punto de improvisar un discurso. Me vi temblando ante el micrófono, frente a una multitud cuyo rostro no me atrevía a mirar directamente. Trataba de encontrar las palabras con ademanes y tartamudeaba frases que no venían al caso. Me decía el discurso a mí mismo o lo pensaba en voz alta. Hablaba a las paredes. Allí habían tenido lugar ceremonias que jamás volverían a representarse. Muy pronto llegamos a acoplarnos. Conocimos minuciosamente nuestros cuerpos, cada movimiento y siempre, siempre encontramos nuevas versiones rituales. Su aliento, su saliva, su lengua, transmitían el olor de la carne interior que se conforma en los cuerpos. Eramos un solo animal con las extremidades duplicadas. Esparcimos sobre el piso periódicos y toallas anaranjadas. Allí, ella empezó a dormitar mientras yo pintaba las paredes de blanco. Cubrimos la ropa con bolsas de plástico. Fui poniendo pintura en los rincones y en los guardapolvos. Con un trapo humedecido en gasolina froté cuidadosamente las costras de la pintura anterior que en ciertas partes sustituía con cal y oía cómo el líquido penetraba las paredes quemándolas. Me quedé dormido junto a ella.
La luz de la ventana me hizo despertar. Me senté a la orilla de la cama. La vi dormida, el pelo revuelto, el rostro semioculto en parte de la almohada. Al levantarme y rodear la cama, buscando mi ropa, vi que me miraba. Sonriéndole, me acerqué a ella y me mantuve de pie. Me tocó la entrepierna y me tomó con la mano derecha. Lentamente pareció mordisquearme, a medida que se agrandaba mi sexo y le ampliaba los labios. Entraba y salía con los ojos cerrados, su pelo perdiéndoseme entre las piernas. Sentí su paladar, luego una ligera succión; me iba perdiendo, yéndome yo mismo como si perdiera el esqueleto, deshuesado y buscándola. Al caer a su lado bajé a la altura de su boca. La besé. Al abrir los ojos vi que me miraba directamente a los ojos. Entré en ella como si fuera la extensión de mis propios ojos en el espejo. No escrutaba sus pupilas ni el color de sus ojos ni el globo blanco de sus ojos. No eran sus ojos lo que miraba. O no me miraba tal vez. Me adentraba en ella como recorriéndola toda, habitándola, no sintiéndola como parte de mí mismo sino como un mundo que siempre había estado en ella y con ella, con todo su pasado y su manera de entender las cosas e interpretar mis palabras, un mundo, el suyo, que procedía desde su infancia, que súbitamente, a través del tiempo, se me hacía presente e inescapable, sin que me importara no haber conocido sus paisajes exactos, las otras épocas de su vida, sus sufrimientos pretéritos o sus dichas fugaces. Separada de mí, me reconocía sin embargo en ella, en una composición transparente que nos confundía o refundía nuestros rostros y cuerpos, haciéndolos uno y contrastándolos, no sólo al contacto de la piel: también en sus olores, en la fragancia de su pelo al salir del baño la noche anterior, en todas las efusiones internas de nuestros dos cuerpos sacudidos. Se había puesto como turbante una toalla en la cabeza al salir del vapor bajo la regadera, goteando.
—Está muy fría el agua –me decía—. ¿Cuál es la caliente?
Entonces daba la vuelta a la llave del agua caliente y se envolvía en vapor.
—Es malísimo para la circulación –le advertía. Pero ella prefería el agua que, hirviendo, le caía en la nuca.
—Las mujeres se ponen de espalda a la regadera –me decía—. No delante. Los hombres se bañan de frente, con la cara contra el chorro que masajea los músculos faciales.
—Te vas a hervir –le decía—, como pollo.
Del vapor, el turbante en la cabeza como una princesa islámica, salía buscando las toallas.
—¿Por qué tantas toallas? Qué maniático eres. Una para los pies, otra para la espalda. Otra para la cabeza. Otra para la cara.
—Siempre, de todas maneras, queda una gotita por ahí, que luego sale en la blusa.
Después comimos nueces. Debíamos caminar con cautela al levantarnos y alcanzar la ropa esquivando las cáscaras de nuez. Ella se volvió sin decir nada. Me dio la espalda y no nos volvimos a hablar hasta el momento en que dejamos pasar la tarde viendo cómo el mar empezaba a confundirse con la niebla y sentados en las sillas de lona. Pero en aquel instante de enmudecimiento repentino no tuve la sensación ni la vaga sospecha sino la absoluta certeza de que Beverly jamás había estado viviendo conmigo. Nunca, en ningún momento, en ningún sentido, ni siquiera como un remedo de compañía. Quedé con los brazos caídos, idiotizado, gritando como un tribuno romano arriba de la mesa. ¿Qué clase de monólogo o diálogo fraguaba conmigo mismo? Me trastornaba no poder desentrañar suficientemente si su estancia en aquella habitación tuvo en verdad algo que ver con la Beverly que llegó al aeropuerto, con aquella mujer de ojos grandes, muy separados, de traje sastre y un poco despeinada, el cuello abierto, un cigarro sin encender en los labios, los cerillos en las manos... ¿Qué motivo de furia escondían aquellas cejas fruncidas? ¿De dónde brotaba aquella rebeldía fundamental, aquella contradicción compleja y difícil?
En esos días me habían hablado de la violencia de la ciudad. Grupos de policías custodiaban las esquinas. Tropa en las calles. Presagios ominosos. Escaseaba la iluminación pública y las noches eran muy largas. Alcanzar la puerta del búngalo no me proporcionaba ningún alivio; todavía mediaba la peligrosa ascensión de la escalera o el encuentro probable con una mano y un cuchillo. El único refugio estaba allá arriba, después de abrir la puerta de ventanales góticos y cerrarla con varios candados. Era el único lugar seguro del mundo, el recinto adorado por ella, por sus manos infatigables que habían puesto orden en los estantes, el baño, los armarios, la cocina. Sus prendas personales estaban por todas partes. La primera vez que entré, fatigado, miré los muebles sin fijarme en los detalles. Me aterrorizaba la posibilidad de que alguien irrumpiera tumbando la puerta a patadas o me sorprendiera por una de las ventanas. Desconecté el refrigerador para eliminar el zumbido del motor y poder despertar ante el menor ruido extraño.
Pero después de aquel itinerario fantasioso, después de aquel simulacro de nuevas y buenas intenciones, la vi descender de un taxi, recorrer los puestos de naranjas y tajadas de sandía en el mercado, posar en un terreno baldío lleno de cascajo y escombros cuando yo la fotografiaba, correr descalza hacia la parte postrera de la casa y desfallecer en la alfombra, entrar en la regadera, limpiar la ventanilla del auto empañada un domingo lluvioso en la autopista, acomodar los discos en sus fundas, ahogar en silencio el rubor de evocaciones inoportunas que surgían de la música, del viejo álbum de Jacques Brel, del pian pian piano in the next apartment de Greta Keller, mirar de reojo el autorretrato mancillado, los dibujos de caligrafías ilegibles, tocar los objetos desgastados por innumerables manos.
La vi bajar del taxi y me puse a seguirla. Era una hora cualquiera del atardecer: la indefinida, dulce secuencia de los minutos en penumbra que precede a la noche. Y en esa noche entró ella: atravesó el camellón, apuró el paso; dejó, sin saberlo, ver la bolsa de lona, la mascada, la chamarra de franela y el pelo rubio y castaño, rubio y castaño. Me impulsé en el instante en que identificaba su espalda, me llevé las dos manos en concha hacia la boca y apenas pude proferir, embelesado, su nombre. Pero súbitamente enmudecí. Contraje los pasos que me arrojaban hacia ella; me mantuve estático, congelado en el gesto, y le di rienda a mi presa... Beverly alcanzó la orilla del paseo lateral; ganó a saltos la banqueta, adoptó un paso pausado, seguro, con una indudable dirección fija, con un rumbo preciso, a lo largo de la acera contraria a la que yo transitaba: la vista de lado, fija en ella. Bancas y árboles se interponían por delante. Imaginaba que recogería su auto estacionado en alguna esquina: Beverly pasaba sin ver los coches negros enfilados en la calle; no entraba en el edificio situado junto al gran parque; seguía el ritmo de sus propios pasos sin detenerse. La persecución me sometía a un movimiento sin control, animal. A diferencia de mi cuerpo que se desplazaba entre los transeúntes esquivándolos por reflejo, mi rostro de hielo, paralizado, en celo, se vio irresistiblemente atraído por el inconfundible revuelo de los saltos de aquella gacela que seguía avanzando por la acera izquierda de la calle. Yo la perseguía públicamente con la mirada; me creía el héroe en una secuencia de espionaje cinematográfica. De pronto, al entrar en mi campo visual carteles, letreros luminosos, postes, árboles, automóviles, parejas tomadas de la mano, bicicletas y autobuses, las calles se volvían una multitud impersonal y monstruosa. Detrás de un puesto de periódicos pude reconocerla de nuevo. El gran corredor del parque nos alejaba al avanzar ambos. Yo la divisaba a través de los chorros y el rocío de las fuentes: doblaba por una esquina. Corrí tras ella. Volví a descubrirla. Me detuve: estaba demasiado cerca. La dejé ir. El gran parque abría en curva el trayecto paralelo de ambos. Le di rienda a mi presa. Beverly cambiaba de calle diagonalmente. Una esquina la ocultó. El punto de intersección de dos avenidas me impedía encontrarla. Creía verla desaparecer tras la puerta de un salón de belleza. Temí confundirla con una mujer que furtivamente entró en un hotel. Sentía contraérseme el estómago al corroborar que no, no había nadie en un callejón oscuro. Vi un edificio de consultorios médicos, un estacionamiento, tiendas de ropa, cafés con las mesas vacías en la acera. Recorrí con los ojos las ventanas de un edificio de departamentos. La había perdido definitivamente de vista. Volví sobre mis pasos, los pasos míos, de mí sin ella, con las manos húmedas, sin nada que ofrecer ni ofrecerme, fustigado por el dolor incomprensible y deliberadamente buscado, muerto de miedo y tembloroso ante la preferencia tajante de propiciar la incertidumbre antes que el encuentro gozoso seguido del grito espontáneo, del reconocimiento casual en la calle.
Recorrí la misma calle de regreso, pasé bajo el rocío de las fuentes, cedí el paso a los autos y volví a oírla decir no hay nadie limpia de pasado, pásame el azúcar, volví a oírla reconsiderar su vida descubierta en otras vidas, tengo que irme, despertar a media noche junto a ella, nos veremos algún día, compartir el duermevela de la insustituible felicidad truncada, verla quitase las pestañas postizas, alzarse el pelo, oírla decir estoy muerta, frente al vaho del espejo que transfiguraba su rostro ausente, adherido a otro mundo, verla leer en el silencio de la sala, acomodar los estantes en el vacío del estudio o verla llorar en la mesa, sin venir aparentemente al caso, decirle qué incomprensible fue todo en los últimos días, qué sombras tan cerradas en los árboles, qué años los últimos en que nunca nos vimos, qué desajuste en el tiempo, qué falta de coincidencia en nuestros respectivos instantes, oírla murmurar tú, finalmente, no has sido lo más importante en mi vida, responderle nada, decidir no volver a verla jamás, preparar sin consumarlo un encuentro socialmente justificado, escribirle cartas que terminaban en el desagüe, seguirla a lo largo de fosas recién cubiertas de tierra y tumbas sin lápidas, desfloradas, a través de canchas baldías donde jugaban básquetbol muchachos de las afueras, verla descender de un taxi, atravesar pisoteando las flores del camellón, y escurrirse en la noche.

 

11

Los suyos fueron los primeros pechos que vi. Beverly tenía catorce años; yo, más de catorce y vivía en la azotea de una casona blanca, segregado como un animal contagioso. Despintaba y pintaba mi bicicleta a la que luego atornillaba luces de colores en todo su cuerpo; la raspaba antes de volverla a pintar con pistola de aire, ora color naranja, ora morado, ora blanco. Con el tiempo la bicicleta fue quedando arrumbada y el hule de las llantas podrido. Había sido mi única adoración; en ella me aventuré por primera vez más allá de los confines prohibidos de la ciudad, por los caminos de terracería y las carreteras que llevaban al aeropuerto y al mar. Era como una diosa blanca y secreta, un ser que impedía convertirme en un hombre doméstico, encerrado entre paredes, enconchado, pues no otro había sido mi modo de defenderme de aquel mundo hogareño de mujeres y pandillas que aterrorizaban el barrio. Conocía de oídas las batallas campales en que culminaban a veces los partidos nocturnos de basquetbol, supe de la muerte del Zambo, molido a patadas en un estacionamiento, algunos compañeros de escuela habían quedado en las playas del Pacífico, en Normandía, Corea, Vietnam, y no era infrecuente, un día por la mañana, ver llegar de la base naval de San Diego el conocido automóvil verde olivo que tras una nube de polvo desplegaba su rauda incursión hacia los cerros transportando a un oficial o a algún almirante. La madre recibía sin mucha ceremonia el corazón púrpura u otra medalla póstuma por su hijo muerto en el campo de batalla.
No quería participar de esas vidas particulares. El conocimiento accidental que tenía de ellas apenas me turbaba y me envolvía en desesperadas conjeturas, acaso porque el ámbito que habitaba no se alteraba con el paso del tiempo y los demás, no yo, eran los verdaderos protagonistas de las tragedias o los triunfos. Quise tomar parte, asumir las calles y la noche con valor, pero fue en vano. Recorría de vez en cuando, uno a uno, los cabarets del río un poco oscuros y sin clientes. Algunas veces, como maestro de ceremonias del Waikikí, anunciaba la actuación de Rosa Carmina: (Yes, siiir! Rosa Carmina! Greatest ballerina from México City!) y a la entrada, en el pórtico, hacía propaganda (Take a look inside, folks! No cover charge. The showison, the show is on!), hasta la noche aquella en que alguien me enfrentó con desprecio y arrojó frente a mí una moneda de plata que fue a dar a la palangana de los escupitajos... me arrodillé y rescaté con la mano el dólar metálico de la escupidera.
A partir de entonces me fui aislando. El cuarto de la azotea constituyó el lugar ideal para mi encerramiento. Según el inapelable veredicto familiar no tenía más remedio: quedaba condenado a pasar el resto de mis días arriba de la casona. De la noche a la mañana me sentí en un castillo blanco circundado por la oscuridad, amurallado. Era el sitio más seguro, inexpugnable, mi único refugio y, por una providencial casualidad del terreno, el que mejor dominaba la zona: un observatorio organizado hacia los cuatro puntos cardinales, como una fortaleza. Veía a lo lejos las lomas entrecruzadas mientras el tren largo y agusanado discurría como una luciérnaga ascendiendo las colinas en espiral y encajándolas. De vez en cuando Beverly podía escabullirse hasta mí y llorar en mis brazos muerta de miedo. Nos mirábamos.
Muy espaciadamente, cada vez menos, Beverly se asomaba desde el terraplén y me saludaba risueña.
Al cabo de algunas semanas me decidía a salir, casi siempre de noche. Trataba de recorrer las callejuelas oscuras, asomarme desde lejos a los cabarets, sentarme en el basurero inmediato al barranco y poner en claro de una vez para siempre si aquellos lugares eran los mismos que aparecieron de pronto bajo el ventanal abierto, entre los matorrales y el pirul caído. Caminaba dejando atrás el caserío mientras el mundo, por lo menos a esas horas y en aquellas tierras, a pierna suelta, dormía.
Un viejo chaquetón de marinero, con botones dorados, me defendía del río. Quería cerciorarme de que lo que pareció entreverse en los momentos que anteceden al sueño tenía en verdad algo que ver con las voces y los árboles donde Beverly solía ocultarse. Me miraba a mí mismo, del pecho a los pies. Me reconocía vestido y aceptaba libremente que bajo las sábanas, unos cuantos segundos o minutos atrás, me había desprovisto de todo ropaje, y sólo me empeñaba en corroborar el dato sugerido en el fondo infinito de mis ojos cerrados y la nuca hundida en la almohada. Acariciaba el presentimiento revelado en ese instante en que todo control se escapa suave, dulcemente hacia la oscuridad. Quería cotejarlo, guardármelo para no compartirlo con nadie, pero sólo en la medida en que la sensación de jugar con cada una de mis visiones al empezar a dormirme significara la repetición incesante de mi más íntima y desvanecente historia, el mismo reiterado relato desde el principio, el súbito recuento de todas las cosas que viví o creí vivir desde niño y que en ese preciso momento parecían concentrarse en la perdidiza silueta de Beverly cuando corría en la playa o abría las piernas, enmudecida, junto a los baños de aguas sulfurosas.
Sentía el olor a encierro del cuarto debajo del chaquetón. Oía aún la puerta rechinante en la azotea; el cuarto se limpiaba con el viento... Me senté a fumar en el primer tronco que vi, luego de abrocharme el chaquetón y palpar las iniciales del nombre de mi padre en los botones dorados. En un cierto momento olvidé mi búsqueda de Beverly. Tuve la sensación de que mi padre pasaba nuevamente frente a mí, por el mismo sendero del barranco, como un aparecido. Antes de que se perdiera por la bajada lo había visto clavar con un martillo los números de lámina sobre la fachada de la casa: enmendaba sumiso cualquier desarreglo, se hacía su propia comida, cambiaba el agua a los frascos de aceitunas a punto de curtirse, sacaba con una cuerda el gato ahogado en el retrete, y luego se iba cuesta abajo con sus pasos apurados, metido en su chaquetón. Marineros y taxis rodeaban la casa de la colina en las afueras de Tijuana. La noche en que mi padre se perdió de vista, me acuclillé en el suelo: vi la barda pintada de amarillo y blanco, los tabiques alineados que sostenían las rejas, y divisé entre ellas los hierbajos dispersos en el patio, el olivo sucio y las aceitunas negras, babosas, pisoteadas en el suelo.
Siempre me había seducido la idea de enfilar hacia los aledaños prohibidos de la ciudad, pero en aquel momento me mantuve inmóvil sobre el tronco, a solas, con la tentación de vagar por los mismos senderos que había recorrido mi padre. Sentado en el tronco, fumando, los brazos restregando la pechera abotonada, miraba las lomas y la casita de lámina cercana a la vía. El tren carguero corría y penetraba las colinas desapareciendo, como si lo tragara la composición geológica de los cerros. Caminé hacia el barranco y me sabía más seguro, más tranquilo, al comprobar que nadie intentaba verme a esas horas. El camino polvoso concluía en la caseta de lámina. Avancé arrojando piedras contra los terrones resquebrajados en las orillas secas del río. La caseta y los tanques de aceite adquirían una forma cada vez más concreta. Lancé una piedra y no respondió nadie. Dentro de la caseta se arrumbaban fierros oxidados; en la pared, en el lugar de la estufa, se levantaba una mancha de madera quemada y, a lo alto, colgaba la mugrienta gorra del guardagujas. El suelo brillaba ennegrecido por el aceite. Al oscurecer totalmente reincidió en mí la urgencia de volver a tener a Beverly conmigo. Difícilmente podía deshacerme de la sospecha de que se ocultaba en algún lugar cercano, pero, con todo y eso, logré calmarme. Crucé los brazos y sentí mi cuerpo caliente; me toqué una a una las costillas, las caderas y, ovillado en uno de los rincones, me contemplé los dedos de los pies. No me inquietaba la oscuridad ni las láminas rechinantes. Nadie me espiaba, nadie ni Beverly: permanecí largo rato con la vista fija en las extremidades velludas de mi cuerpo. Sentí helarme. Me regocijaba en el frío silencio de la caseta. Recorrí al vía de regreso. Ningún ruido. No aparecía ningún reflector, ningún tren. Equilibrándome en la vía alcé los brazos como alas. Miré a un costado y una mujer con los muslos de fuera pisaba una charca: Beverly se reclinaba sobre la hierba, extendida como una estatua de hierro. Me ofrecía un billete de diez dólares, luego un caramelo... los dedos rozándome el antebrazo. No llevaba zapatos; dejaba caer la toalla que apenas la cubría, se quitaba las pestañas postizas, se frotaba los pies arrugados por el agua. Y al descender por la breve pendiente del camino, me ordenaba:
—Vístete de griego, de guerrero.
Me puse encima una coraza de hojalata.
—Quítate los zapatos.
Arrojé a un lado los zapatos.
—¡Qué maravilloso sería tener unas zapatillas doradas!
—...
—Te oigo los latidos del pecho: son las burbujas del corazón.
La alcé en brazos. La recosté sobre la hierba, entre los geranios. Beverly sonreía cada vez menos, tierna, tibia y luego... helada. Ya no estaba conmigo.
La pesadumbre y el grueso chaquetón de marinero me maniataban al suelo frente al pequeño valle iluminado. Apenas unos ruidos distantes reavivaban de alguna manera la presencia de la ciudad. La casona sobresalía blanca entre los pirules. Me levanté el cuello y las solapas del chaquetón al empezar a alejarme más y más de aquella visión. Árboles y huertas desaparecían al mismo tiempo en que me ponía a caminar por debajo del terraplén rumbo al cerro porque allá arriba, en la punta del cerro, podía sentirme más cerca de los aviones.

 

12

Traían en la espalda bordado el dibujo de un caballo alado que saltaba entre las nubes junto a las letras Pegasos. Sólo en excepcionales ocasiones se quitaban sus chamarras rojas con mangas blancas de cuero, como cuando montaban los hombros del sátiro de la fuente que echaba agua por la boca o estaban tendidos secándose al sol, cínicos intrusos, dueños únicos de la alberca de Agua Caliente. Uno de ellos volaba desde el trampolín extendiendo los brazos y caía sin salpicar una sola gota sobre la superficie verdosa de la piscina. Se lanzaba de nuevo y repetía el crucifijo fabuloso al hundirse en el aire. En el instante en que desaparecía bajo el agua me levanté impulsivamente y caminé en dirección del trampolín. Tomé con ambas manos los barandales de la escalera y empecé a subir muy orondo, exhibiendo mi flaca y encorvada musculatura y mi calzón de baño anaranjado. Aseguré el elástico de la cintura y miré hacia abajo: pequeñuelos, enanos, insignificantes hormigas, bestias somnolientas echadas sobre el césped, los pegasos guardaban silencio y miraban incrédulos cómo yo, tranquilo, dominaba la plataforma mayor. Estaban despatarrados bajo el sol, unos en las bancas, otros jugando o lamiendo paletas de hielo cerca de las palmeras. Todos ellos de panza o bocarriba. El que había hecho el salto espectacular ya había salido del agua y empezaba a secarse con cuanta toalla encontraba a su paso, desafiante. Una hilera de clavadistas esperaba turno en el trampolín inmediato inferior desde el que se lanzó uno de los pegasos... Y un instante después iba volando por los aires extendiendo los brazos como Cristo en la cruz, pero de repente di vueltas, sentí los pies arriba, la boca abajo, la cintura arqueada, y el bloque de agua verdosa se vino de golpe en contra mía. Quienes estaban recostados en el pasto se levantaron rápido para no perderse ni un solo detalle, ni una oportunidad de mofarse, con la sonrisa y la baba a medias, y luego la carcajada total y estruendosa. Y yo a punto de mojarlos a todos, a medio salir del agua, con el gesto despreocupado y la piel de las piernas enrojecida, foco de la atención pública en medio de la piscina del excasino, sin ánimo ni fuerzas para levantar los brazos. Apenas alcancé la orilla de mosaicos. Al erguirme en el borde resbaladizo y empezar a caminar caí de espaldas, pegué con la nuca en el suelo, y el dolor de la cabeza parecía vertírseme por la nariz. Sentí semihundido el tabique nasal y la espalda ardiente. Me enjugué el pelo, me lo sequé con una camisa cualquiera que encontré en el primer escaño de la escalera donde me senté. Una nube cubrió parte del sol y sentí escalofríos. Instantáneamente me puse de pie y caminé de nuevo rumbo al trampolín. Pero alguien me detuvo a tiempo, de los hombros, y me jaló con los dos brazos para sentarme afectuosamente en el escaño otra vez. Alguien más me frotó la nuca. Me dieron a oler alcohol y minutos más tarde estaba poniéndome la camisa sin camiseta, los pantalones sobre el calzón de baño mojado, e iba, sin peinarme, los ojos irritados, caminando sobre la vía del tren y más adelante sobre la cuenca del río seco. Empecé a subir la rampa del malecón, ligeramente inclinada. A lo lejos, sobre el mar invisible, se elevó majestuosamente una columna de humo negro. Algo se incendiaba... Un bombero de capa roja y casco negro montaba su helicóptero colorado como si jineteara un caballo; llevaba como lanza de don Quijote una manguera que arrojaba a presión un chorro de agua. Volaba por encima de la nube negra, apenas se aproximaba, se hacía atrás y adelante, luego desaparecía entre las nubes que lo envolvían. Se incendiaba un barco de carga y pasajeros. Los náufragos remaban desesperados; se bajaban de sus lanchas salvavidas, brincaban al muelle, pero en lugar de muelle se extendía un enorme tapiz de plantas, dedos, y cuerpos sumergidos, como una superficie de muslos blanda, en la parte menos profunda de la costa.

—¡Corte! –gritaba alguien—. ¡Corte! Basta por hoy.

Avancé entre la multitud de actrices, actores y extras.

—Pero yo no soy extra –les dije, y caminé sobre la alfombra de dedos. Hundí los pies en el agua viscosa. El tapiz era un cuerpo de mujer, un cuerpo de espaldas que me hacía resbalar. Besaba los senos de la mujer, ella me besaba; creí que fingía, y entre los apretados labios de nosotros dos se interponía un mechón de pelo rubio y castaño.

En cuanto me ponía en contacto con ella todo se bifurcaba, todo parecía descomponerse en miles de colores y resonar en innumerables, inaudibles casi, vibraciones y ruidos. No volvía a ser el mismo. Así, sentía que pisaba con sumo cuidado las venas de la península, como si recorriera un tronco vivo y azulado, pleno de ramificaciones nerviosas, ríos, veredas, como en la distribución de los nervios espinales. Y todo esto, claro, poniendo con extremada precaución la punta de los pies para no despertar a esa protuberancia carnosa y semoviente.

Antes de llegar a mi casa vi en la calle un choque de autos. La vecina que una vez me regaló unos zapatos discutía acongojada con un policía. Miré a todo mundo sin interesarme. Entré en la casa y fui directamente a la cocina. En la mesa aún estaba el avión no terminado de armar: un esqueleto de pescado y alas de tablillas, junto al tubo de pegamento, el papel de china, los mapas de ingeniería aeronáutica. Calenté la comida de mediodía. Empezaba a oscurecer y sorbí la sopa a grandes cucharadas mientras oía calentarse el café. Vi afuera de la casa por la ventana y alguien gritaba. Volvía a ser la vecina que una vez me regaló unos zapatos de charol, y era muy hermosa. Buscaba una taza para el café cuando oí la sirena de una ambulancia que se aproximaba. El sonido zumbaba en mis oídos, aunque después iba disminuyendo gradualmente y se perdía en las faldas de las lomas por donde el tren pasaba, rugiendo, todas las noches. Y vomité.

Horas más tarde desperté. Levanté la cabeza del papel de china y alejé con el brazo las partes de los aviones semiconstruidos. Oí voces procedentes del callejón. Ya no se trataba del escándalo de la vecina. Ya nadie se ocupaba de consolarla ni de salvarla. La gente corría y murmuraba entre sí; se hablaba de la policía, de la familia de alemanes que había sido detenida. A lo largo del callejón y hacia el filo del barranco muchas mujeres y niños acudían con baldes y frascos a la casa de los alemanes. Por todo el barrio flotaba un fuerte olor a perfume. La gente colocaba botellas, botes, latas palanganas, cafeteras, y recogía el chorro de perfume que brotaba del tubo del desagüe. Varios agentes policiacos rompían garrafones en el traspatio y el líquido se deslizaba por el suelo enmosaicado e iba a dar hacia el caño que desembocaba en el callejón. El olor a perfume adulterado se difundía y empezaba a marear a los vecinos... Me quedaba viendo a las mujeres desde la ventana. Volvía a concentrarme en el avión a medio construir. Poco a poco iba oscureciendo, pero no me di cuenta del momento exacto en que se hizo de noche. Estudié el plano del Spitfire. Debía ponerle unas insignias inglesas que no tenía. Dibujé el croquis de las letras RAF venciendo de nuevo el sueño. Pensé en el espectáculo que di en la alberca del casino, y las risas de los pegasos, la caminata entre las vías del tren contando los durmientes y al margen del río seco, las ramas del pirul caído, y el hambre de esa tarde.

Mucho más noche la casa de junto empezaba a quedarse sin luz, excepto en la parte trasera. Pude ver desde la mesa cómo alguien se movía dentro de la recámara tras las persianas. Me le quedé viendo a ella, a la vecina que una vez me regaló unos zapatos. La mujer se desvestía nerviosa. Era delgada. No alcanzaba a verle el rostro. Dejé el papel y las tijeras en cualquier parte de la mesa. No podía seguir recortando ni detener el tiempo que tal vez debía aprovechar en dormir. La intrusión de la vecina hacia la parte lateral de la persiana entreabierta me apuró a apagar la luz. Y la vi. Se reflejaba desnuda en el espejo. De pronto una mano surgió de abajo, desde el marco inferior de la ventana, y ella la tomó con la suya reclinándose y desapareciendo bajo las líneas horizontales de la persiana. Imposible seguir untando papel, dando forma y puliendo las piezas de madera balsa. Divisé de nuevo la ventana de la vecina a la vez que me limpiaba el pegamento de las manos. Pero no se volvió a ver nada. A medida en que seguía con los ojos abiertos en la oscuridad se delineaban en penumbra el mantel y los recortes, las tiras de madera, las llantas de hule y plástico, los mapas de la península, las cartas de navegación aérea, los moldes trazados como proyectos de arquitecto, los aeromodelos. La caja del Spitfire evocaba en colores la batalla de Inglaterra, anunciaba en un costado la serie de Hurricanes, Mustangs, Messerschmidts, Tigersharks. Las líneas aerodinámicas del Spitfire se perdían en perspectiva junto a las del Hurricane y los Zeros japoneses, y en una de las cajas de cartón se veían varios pliegos de papel de china color canela, listos para pegarse en el armazón que había estado construyendo durante todo el verano. Veía el escuadrón de Tigres Voladores que se alineaba en el estante. Los Zeros japoneses con sus banderas del sol naciente eran mis aviones de cabecera, con sus soles amarillos y encendidos en los costados y las banderitas de barras y estrellas que el piloto samurai iba añadiendo a su récord de combate. En aquel tiempo los japoneses planeaban atravesar en submarino por debajo de la península hasta lograr ponerse a salvo y atacar por el mar de Cortés. Secretamente cavaban un túnel y el ataque definitivo sería por debajo. Torpedearían las instalaciones militares en el cañón del Colorado, en los desiertos de Arizona, y bombardearían los cuarteles de adiestramiento en Jacumba, Point Loma, las fábricas de la Boeing y la base naval de San Diego. Decían que los japoneses llegarían por tierra y por mar, que rodearían por las costas de San José del Cabo si fallaban los túneles y serían el terror del Golfo de California. En los años subsiguientes sólo comeríamos arroz. Pero más tarde el enemigo sería de signo contrario. La defensa antiaérea abatiría a tres octorreactores B—52 y a cuatro cazabombarderos Phantom F—111, de alas plegadizas. Sus tripulantes serían conducidos a la Rumorosa y fusilados de inmediato. Durante toda la noche, una sirena de alarma seguiría a la otra. Los cazabombarderos sobrevolarían a menudo a baja altura y a cada explosión se sacudiría todo el centro de la ciudad. La reanudación de los bombardeos sin embargo no lograría arrebatar a la población civil su pasmoso valor ni su calma tradicionales. Sin perder sus reflejos, niños y adultos se ubicarían ante los refugios individuales y colectivos cuando comenzara a sonar una alerta, y se introducirían en ellos en cuanto empezaran las primeras explosiones. Una bomba caería en un cine atestado de gente. La explosión y el derrumbe matarían a nueve personas y herirían a unas cien. Otras bombas dañarían el hospital civil que ya había sido bombardeado con anterioridad. En la madrugada se produciría el ataque más violento. En muchas de las casas derruidas se encontrarían fragmentos de cuerpos de mujeres y niños. Los agresores lanzarían repetidamente oleadas de aviones, inclusive B—52, a fin de arrasar muchas zonas pobladas y reventar la presa Rodríguez. La defensa antiaérea combatiría con cohetes tierra—aire. Orgullo de la aviación norteamericana, los B—52 pesarían casi 218 toneladas, y medirían 56 metros de ala a ala, 48 metros de largo y 12 de alto. Su velocidad máxima sería de 1 200 kilómetros por hora, aun cuando atacaran desde 12 000 metros de altura, y tendrían además una autonomía de vuelo de 14 000 kilómetros. Técnicos muy especializados, sus seis tripulantes jamás podrían ver los objetivos sobre los cuales dejarían caer las bombas. La nave estaría dotada de un complejo, y ultrasecreto, instrumental electrónico. Siete millones y medio de toneladas de bombas dejarían caer las estratégicas superfortalezas en el corazón de la ciudad y en las colinas que la circundan. Años más tarde los refugios antiaéreos serían una mezcla de alambre de gallinero y fierros retorcidos.

A la mañana siguiente, muy al amanecer, el callejón se veía deshabitado. Un viento seco, un cambio de presión en el ambiente, se sentía en los tímpanos y me vi de pronto metido en un taxi en dirección del aeropuerto. Como el movimiento ya no dependía de mí, pude relajarme esperanzado y me alegré de que en unas cuantas horas me encontraría de viaje. Pensaba que no era peligroso el avión, cuando el taxi se detuvo en un crucero. Vi un edificio en medio de la bruma. El chofer dio un viraje y entramos en un estacionamiento.

—Perdón, pero organizan todo para que el cliente pague; sé que es caro –dijo al cobrar.

Pagué y bajé.

—Me parece que dije al aeropuerto. Esta es una estación de autobuses –dije al chofer con energía y me subí otra vez al taxi. Un cortejo fúnebre de autos encabezados por una carroza nos cerró el paso.

—¿La conocía usted? –dijo el chofer.

—Sí –contesté—. Era la vecina. Murió anoche. Tomó barbitúricos.


 
13

Luego de la amputación de una pierna, uno cree que su cuerpo sobrevive completo. Sin embargo, cuando me separé de la cámara sentí que una parte de mí mismo se había desprendido. Caminaba hacia las lomas que circundaban las ruinas del casino. Con la sensación de haber dejado atrás algo, de haber olvidado rasurarme o bañarme, volví apresuradamente sobre mis pasos, recogí la cámara y me la colgué del cuello una vez más. Distinguía a lo lejos la entrada a los jardines. Avancé sin prisa. Se me aceleraba la circulación de la sangre y me detenía, procuraba un acercamiento gradual al casco informe del casino que sobresalía entre pirules y palmeras. Gente de todas las edades se congregaba ante las rejas del jardín principal.
Era uno de los primeros domingos del verano. Todas las escenas que ininterrumpidamente se iban formando ante mis ojos cobraban vida en móviles franjas de colores o globos. Las faldas de las mujeres, las camisas a cuadros de los padres y los niños, aparecían con cierto, sosegado orden delante de mí, frente a mis furtivas miradas. Sin prestarme demasiada atención, forzándome a no pensar más en mí, me deshice en cuanto vino de un sentimiento incómodo y súbito que me acusaba de estar fuera de lugar. Los desayunos en el parque, los juegos de pelota en el césped, fueron parte de mi mundo más de veinte años atrás y aquel pasto crecido, aquellos jardines, dispuestos como en un tejido de laberintos, reproducían a grandes rasgos aquel antiguo espacio infantil que ahora yo profanaba sin ningún derecho. Tal vez mis pasos sin dirección alguna, mi destreza para evitar que la gente advirtiera que la observaba –el rostro inexpresivo que oponía a los cuerpos de las mujeres de espalda—, me permitían caminar sin que nadie reparara en mí por los senderos que a mi paso emergían envolviéndome de gritos, rostros felices, porque en nada me diferenciaba del común de la gente, excepto quizá por andar solo; nadie nos sigue a quienes andamos solos, pasamos, y en cierta forma somos invisibles.
Antes de sumergirme en la leve hondonada del excasino, cargué la cámara con un rollo y me eché muchos más en los bolsillos mientras fijaba la vista en los colores, las caras de las mujeres, los vestidos que surgían dibujados, sobrepuestos en los muslos, desde las páginas de las revistas en un puesto de periódicos. Tomé un ejemplar y examiné página por página su contenido, embelesado, como si absorto totalmente tuviera acceso a un mundo desconocido y lejano, misterioso y prohibido. Me vi entonces en la azotea de mi casa donde hojeaba revistas de modas. El pelo largo y los diversos maquillajes de aquel tiempo eran objeto de mi más minuciosa observación. Durante uno de aquellos veranos que para mí transcurrían en las afueras de la ciudad, cerca de la playa, descubrí entre unos arbustos unos ejemplares de revistas dobladas, con escaso texto e innumerables fotografías en sepia, imágenes de esculturas y dibujos. A través de la hendidura de una puerta, una mujer golpeaba a otra con un látigo. En una ceremonia religiosa, aparentemente africana, la más anciana de la tribu evolucionaba sosteniendo un cuerno entre las piernas mientras la seguían en trance jóvenes desnudas y niñas. La reproducción de un óleo renacentista mostraba a una dama de cabello alzado y mirada serena que con la punta de los dedos tocaba el pezón de su hermana. A veces las revistas caían en mis manos sin cubiertas ni títulos. Empezaba a asomarme a recámaras oscuras, velos, sonrisas que se dirigían a mí procedentes de rostros inertes. Me acompañaban. Recibía de aquellas imágenes mi temerosa iniciación, el modelo a seguir, el instructivo que sin exponerme a ningún riesgo me orientaba en la vida. A partir de entonces podía identificar la pintura labial cuyo trazo o desgaste delataba a ésta o aquella mujer en el autobús o en la calle. Cierto exceso de color en el borde de los labios me ofrecía el tipo exacto de mujer en la novia de mi padre que regenteaba los balnearios de aguas sulfurosas. La sospecha de tener en las manos una revista inapropiada me impulsó de inmediato a indagar a mis espaldas la posible presencia de alguien. Devolví la revista a su lugar y seguí caminando rumbo a los jardines del casino. A lo alto de un promontorio se elevaban las paredes lisas y cóncavas de la torre de Agua Caliente. Me introduje por una de sus esquinas y empecé a subir a oscuras por la escalinata interior, metálica, que ascendía en espiral. De pronto vi a través de las primeras ventanas del campanario las banquetas de abajo y el tránsito, la ropa ligera de los peatones y el calor de las calles. Parecía que algo se incendiaba cerca por la manera en que el viento y el sol pegaban contra los rostros. Húmedo, el aposento del campanario en nada contribuía a mitigar el torpor y el bochorno. Con la vista fija, distraído por la gente y los árboles torcidos que sobresalían abajo, parecía diluirse en mí aquel sentimiento inquietante que me invadía al examinar una revista de mujeres desnudas. Aceptaba sin ningún gozo el hecho por lo visto cierto de vivir sólo a través de mis ojos. Había perdido ya el sentido de la profundidad del espacio o lo había renovado; creía sentir también que el sonido proveniente de un radio portátil únicamente se desplazaba en una dirección fija, delgado y pastoso, hasta metérseme en la cabeza e invadiendo todo mi interior, como si súbitamente con ello volviera a recuperar la sensación de volumen que para mí los sonidos siempre habían tenido. Seguí subiendo por una de las escaleras de madera que se distribuían a los cuatro costados hacia el pequeño ático de la torre. Era la alcoba señorial y alfombrada, el refugio más íntimo y alejado del palacio: Beverly y yo estábamos en la parte más alta, tenuemente iluminada, por encima de todo el paisaje del casino en ruinas y sus devastados jardines. El sol entraba por las rendijas que se iban formando alrededor entre los pilotes cortos y las tejas del techo. Y Beverly quedaba frente a mí, debajo, recostada. Una y dos veces intentamos unirnos, pero la penetración no prosperaba. Se levantó bruscamente y me dijo que no, que él se enojaría, que no estaba bien, que era una deslealtad imperdonable. Bajó de la cama, de espaldas, y empezó a ponerse las medias y los calzones. Pero muy pronto, de la misma manera abrupta y caprichosa, se volvió hacia mí y caímos los dos en la cama. Estaba entonces encima de mí, de rodillas, y tomé con la mano, toqué apenas, la cabeza rala y húmeda, en forma de hongo, de un bebé que salía de su sexo, apuntándome...


 
14

El aire y el sol que se desparramaban por encima del casino me remitían a otros intereses. Era muy agradable pasear entre la gente, ver las caras de los niños, detenerse a beber un refresco.
Un jardín público generalmente se compone de veredas y curvas, matas y arbustos descuidados, encrucijadas, invernaderos que cubren las salidas. Uno camina según los objetos que llaman su atención, y se pierde. En el punto más céntrico del parque jaulas con pájaros colgaban de los árboles. Los cardenales y los pericos de Oceanía posaban altivos e inmutables frente a sus admiradoras. En una esquina, varias niñas de unos doce o trece años se acercaban en fila a una muchacha mayor que ordeñaba a una vaca y las invitaba a imitarla. Una a una las niñas iban tocando las ubres de la vaca y sonreían, serias, al ver brotar la leche. Varios rostros de personas contemplativas y alegres entraron en el vientre de mi cámara disparada aparentemente en otras direcciones. Del segundo rollo que habría de utilizar más tarde saldrían muchos pares de piernas y faldas muy cortas. En el estanque de las focas otras niñas estiraban las manos, reflejándose. Las focas jugueteaban. Una de ellas nadaba boca arriba. Subí a una banca y desde allí apunté la cámara contra aquella especie de lobas marinas que emitían gritos como de perros recién paridos. Se pasaban hora y horas tendidas al sol proveyéndose de un calor que sólo irradiaban en ínfimo grado, tal vez porque estaban revestidas de una capa lardácea entre la piel y los músculos. Tenían las orejas pequeñas o sólo una protuberancia apenas tangible y triangular. Sus cabecitas sobresalían de un cuello inexistente o casi imperceptible, mientras sus patas se dividían en dedos y falanges completamente móviles y apenas unidos por membranas natatorias. La cola: atrofiada hasta ser poco más que un muñón. La coloración: de un pardo o gris verdoso con partes rojizas o amarillentas. La piel: lustrosa, resistente, gruesa, cubierta de pelos cerdosos. Sabía que la fórmula dentaria no solamente la utilizaban para triturar, sino también para cumplir las funciones de sujeción y presión. El pelaje de las crías era distinto al de las focas mayores, recubiertas por un manto blanco, espeso, delicado, que les permitía flotar. Sus cuerpos se desplazaban nadando, cilíndricos y adelgazados hacia atrás. Rebullían. Se movían con trabajo impulsándose con las aletas posteriores y las patas delanteras, recogidas y cortas, como a saltos y espasmos. Casi todos los especímenes tenían la estatura media de un hombre o de una mujer y para andar se erguían lenta, gradualmente, como inflados de sangre, primero sobre las extremidades anteriores arrojando el cuerpo hacia delante a sacudidas y contrayendo luego los miembros y echándose sobre el pecho a fin de encorvar el dorso y proyectar el cuarto trasero. Su avance era penoso, pero no tanto como para invalidarlas o anular su pesado deslizamiento, que asumían incluso, a veces, con cierta gozosa agilidad. Una de ellas moría y se iba a pique. Las demás, cautivas, parecían amansarse poco a poco, ante los espectadores, perdiendo su natural recelo. Perezosa, una foca parda deglutía peces que atrapaba al vuelo; se zambullía juguetona y emergía nuevamente para exhibirse y ser contemplada. Clavando perdidamente la mirada en ellas y en sus juegos, vi que nada tenían que hacer tan lejos del mar, que no era ése su sitio adecuado sino el de la línea divisoria que empieza y termina en las playas. Seres a medias: metamorfoseados, fronterizos, en medio del camino hacia la vida terrestre, habitantes risueños de las olas, muñecas flotadoras, somnolientas, mudas, seres andróginos y en apariencia asexuados, las focas reaparecían y desaparecían bajo el agua cristalina.
Detrás del estanque una niña de pantaloncitos cortos asomó de repente junto a una estatua; se recargaba contra el pedestal. La figura moldeada en fierro se cubría el cuerpo con una capa majestuosa que, enrollada, la hacía aparecer gigantesca y gruesa, oscura y diabólica. Tomé una fotografía de la estatua y la niña... No tenía más de doce años; miraba constantemente a la cámara. Caminamos juntos por un momento, luego corrió y fue a reunirse a un grupo de niños y mujeres.
Desde una de las bancas empecé a ver la pequeña multitud que desahogaba los jardines. Los corrillos que se formaban en las puertas de salida eran una masa compacta y gris. Cuando enfoqué la cámara en dirección de la gente distinguí la figura de la niña que caminaba volviendo de vez en cuando la vista hacia mí, muy seria, muy triste, muy importante. Los colores de las ropas cobraban movimiento y gracias a ello podía encerrar en un cierto encuadre a los seres más atractivos, las partes de sus cuerpos más acordes con mis necesidades visuales.
En un lugar ligeramente apartado de los jardines me esperaba Beverly. Era un sitio sombreado por pirules y palmeras, el mismo que años atrás, cuando éramos estudiantes, nos aislaba de todo y nos protegía de miradas malintencionadas. Y eran las mismas ramas, el mismo olor a pimiento y el mismo suelo cubierto de hojas y salpicado de dátiles maduros: Beverly yacía sobre la hierba, como una estatua reclinada; alzaba la mano a la altura de la frente para protegerse del sol. No hablaba. Empezamos a dar un paseo bajo las jaulas de los pájaros y en ese momento un cardenal escapaba por una puerta caída, salía disparándose a sí mismo pero por un instante se quedaba paralizado en el vuelo; no podía seguir volando y cayó verticalmente contra el pasto. Beverly miraba los últimos latidos del pájaro rojo que saltaba cerca de sus pies; lo recogió sin hacer comentarios, muerto. Luego lo sostenía con las dos manos aconchadas y lo colocaba al pie de una palmera. Mientras Beverly se alejaba sola y muda por los jardines, tomé al pájaro exangüe, tibio, lo introduje de nuevo en la jaula y cubrí la puerta con una toalla húmeda. Me quedé solo entre las jaulas. Beverly regresaba a su refugio del búngalo en la playa y pronto la imaginé allí, la recordé tal como estaba la noche anterior: recostada sobre la cama, mostrando los labios de la vagina. Junto a ella, del otro lado de la cama sobre una mesita, se veían utensilios para practicar abortos.


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