Monday, April 10, 2006

 



6

Me desperté hablándole.
¿En qué parte del mundo se había metido? ¿Qué clase de vida hacía? Si de algún modo estaba relacionada con el teatro muy bien podría yo dirigirme a ella en la puerta de salida de los actores o simplemente verla en escena sin acercarme nunca a conocerla. Me aterraba el silencio de afuera y de allí en la pieza. No me movía. Miraba mudo cada uno de los rincones, el tapete, los piñones secos sobre la mesita de centro, los pocos libros en los estantes. Nunca había pasado más allá de la sala y el pequeño comedor. En forma más bien alargada, los cuartos iban quedando a un lado del pasillo. La recámara. Una cama matrimonial mal tendida ocupaba la mayor parte del recinto. Sentía la necesidad de salirme corriendo, pero pronto me fui adentrando en otras piezas: había un cuarto de niños, un televisor, una cómoda: suéteres salidos de los cajones; encima, unas botellas de perfume, una máquina de escribir, papeles y libretas. Cuando abrí el ropero vi varios vestidos y pantalones de mujer. Del mismo tubo horizontal pendían sacos y abrigos de hombre. Abajo, sobre un veliz, asomaba una caja de madera, una especie de cofre oscuro y marrón.
Me preguntaba si algún día iría a conocerla, encontrarla y fingirle que tenía mucho gusto en verla por primera vez a pesar de que me ocultaba en su casa y dormía en su cama, bajo sus cobijas, posesionado de cada una de las cosas en que ella había puesto las manos. Empecé a comer en su mesa. Comía sus alimentos, en sus trastos, sopa de lata, galletas, dátiles. Cocinaba en su estufa, en sus sartenes, con su salero. Leía sus libros. Me sentaba en la tina durante horas bajo el agua tibia con una copa de coñac al lado. Me enjabonaba con su cepillo de baño. Me secaba con sus toallas. Caminaba descalzo por la estancia. Hacía té de unas bolsitas que descubrí en la despensa. Una carta dirigida a ella, el recibo de la luz, me daban el dato de su verdadero nombre: Beverly... Ya sabía cómo nombrarla, Beverly... En una gran cesta de paja había objetos de utilería, frutas de cera, un vestido largo y un poco transparente, mallas negras y zapatos de correas, de tacón alto, payasitos, una chamarra de franela que pronto hice mía. A través de sus discos conocía sus gustos. Un folleto alargado, Flying Private Club of Southern California, enlistaba rutas aéreas, playas y hoteles, pistas particulares, en el sur de la península. Después de unos días empecé a convencerme de que pronto volvería, de que sólo había salido un momento; me inquietaba la posibilidad de que entrara sin tocar la puerta abriendo con la llave de su casa y me sorprendiera dormido en su cama.
Sentía mi mano que daba una caricia temblorosa. Destapado, el cofre mostraba su interior en desorden: un montón de sobres del correo mexicano con líneas verdes y rojas en los bordes. Luego, algunas hojas mecanografiadas de un probable relato autobiográfico... Varias fotografías destacaban entre los papeles. En una de ellas una niña posaba junto a una mujer robusta y buena que llevaba lentes para el sol, no muy oscuros, y vestido de hombreras triangulares. En otra, la misma niña sonreía entre un grupo de muchachas uniformadas. Las fotos que parecían de estudio procedían de contactos de película revelados en una hoja grande: el rostro fotografiado varias veces en la misma postura, el pelo alzado, la boca humedecida, los ojos fijos en la cámara: Beverly de quince o dieciocho años, las pestañas largas, las cejas apenas depiladas, los labios sin pintar. Y más tarde, evidentemente, por los rasgos de sus ojos separados, por el cabello lacio y el traje sastre y el cuello suelto de la camisa blanca de seda, se notaba que había crecido precipitada y abruptamente: su mirada escondía mal una manera de no estar de acuerdo, una oposición esencial a todo lo que la rodeaba. Luego en otra foto aparecía vestida de mezclilla, pantalones y camisa gruesos, mientras tomaba el sol en un patio, en primer plano y lejos de un grupo de mujeres aparentemente reclusas, y una vez más el cigarro entre los labios, la carterita de cerillos en la mano, sin encenderlo.
No lograba entender por qué los sobres no venían dirigidos a ella sino a otras personas de Santa Mónica o San Francisco. Lo cierto es que las cartas estaban escritas por ella, o por lo menos la mayor parte de las que formaban un fajo atado con un listón negro y ordenado cronológicamente. Parecía que había asistido en Cabo San Lucas a una filmación, pocos años atrás, y se había quedado a vivir una temporada en Mulegé. Poco a poco la historia se me iba formando en la cabeza, pese a los fragmentados pasajes y algunas alusiones incomprensibles, sin aparente ilación entre sí, como si yo siguiera viendo la película a partir de la mitad o secuencias aisladas. Saqué la caja de madera y la coloqué en la mesa, junto a la máquina de escribir, con mucho cuidado. La fui inclinando hasta que las cartas se fueron esparciendo en una disposición memorizable para el momento en que debía restituirlas en su orden original. Seguí leyendo de pie las cartas indiscriminadamente. Ya estaba a punto de integrar mentalmente la trama de anécdotas y nombres, pero quedaban cabos sueltos, detalles y vagas referencias que, aunque me confundí respecto a cierta claridad lógica, me bastaban. Prefería no saber demasiado. Entre los papeles se encontraba también una pequeña colección de sobres sepia y otros de hechura y material japoneses. Las primeras cartas hablaban de comida, de chuletas de cerdo en salsa agridulce, de patos laqueados, de cómo me gusta cocinar, de tardes enteras transcurridas en la playa, de diferentes clases de quesos, de vino, él conoce recetas increíbles, sí, cuatro o más veces, casi siempre, en las noches, como antes, ¿recuerdas? Qué redundancia decirte que estoy feliz. Y luego: tendré que irme un día de estos. La otra noche no pude evitar lo que ya parecía inevitable. Iba a suceder tarde o temprano, así que dejé que las cosas se precipitaran y no volví al hotel. Pero no quisiera hablar mucho de esto. En una semana sucedió exactamente lo mismo. Sólo que no esperaba que fuera tan brutal, tan abrupto. La pareja no da más. Esto es lo que esperábamos, ¿qué quieres? No hay más. No puedes estar viviendo en el éxtasis todo el tiempo y toda la vida. Y se callaba. Cualquier cosa hubiera preferido yo, un insulto, algo, carajo, se sentía como si la estuviera regañando y me daba la razón en todo. No se defendía.
—Nunca logras nada —le decía—, te quedas a medias, no completas las cosas...
—Sea como sea, quedarte solo es una opción poco generosa...
Luego había conocido a un actor japonés que estaba de paso por los Cabos. Creía que era de Java, escribía, un poco la idea que yo siempre había tenido de un romance oriental. Contaba cómo eran las playas en Mulegé, verdes, plateadas en el fondo, que había preferido llegar después del verano y pedía a su amiga (a quien dirigía la carta, como casi todas las de su colección) dinero prestado y unos libros. Este primer contacto con la voz silenciosa y escrita de Beverly me hacía leer más aprisa. De una manera instantánea veía los puntos y las comas y no entendía cómo era que lograba descifrar con tanta facilidad su letra manuscrita. Pasaba rápido de una carta a otra. Me resultaba imposible relacionar algunos sitios y algunas personas apenas aludidas. Mientras pasaba de un párrafo a otro se repetía el nombre de un italiano; hablaba de él como si fuera su esposo o lo viera todos los días, en prácticamente todas sus cartas. Después, las referencias a Luciano eran frías; más adelante, de absoluto repudio. Pero no todas las cartas estaban ordenadas por fechas; unas se sucedían con una diferencia de diez días, otras eran anteriores a las que leí en un principio. Vivían en Mulegé, pero habían ido a pasar unos días en Cabo San Lucas. Hubo al parecer una contrariedad, un malentendido irresarcible, y se produjo una ruptura. Aparentemente Beverly se había extraviado una de esas noches y no había vuelto hasta la mañana siguiente. Con letra muy ceñida, tensa, confiaba a su amiga que iba a tener un hijo, pero más adelante, en una carta breve, escrita a máquina, le adelantaba la posibilidad de impedirlo. Había el recuerdo, apuntado en una servilleta, de una conversación que tuvo en un café del Cabo, etcétera, etcétera.
Hubo un momento en el que fui perdiendo todo interés. Me aburría lo que fragmentariamente se disparaba de las cartas. El afán de conservarlas, con quién sabe qué propósitos, el hecho de acumular objetos en nombre del pasado, empobrecían la imagen ideal que yo quería formarme de ella. Volvía a mirar cada una de sus fotos, casi le hablaba en plena cara; sentía en los más hondo de mí que nos conocíamos desde hacía muchísimos años. Con la misma cautela del principio, devolví el bagaje de papeles al cofre y lo puse de nuevo en el ropero. Temblaba al reparar en el espejo del armario, me arreglaba el pelo con la mano, me resistía a verme directamente a los ojos. Sólo de lado o con el mentón en el pecho me atreví, por un instante, a verme la cara. Me preocupé luego, por un momento, de revisar si así, como estaban acomodadas las cosas, encontré la habitación. Colgada de la regadera había ropa interior, un brasier negro, unas pantimedias de nylon. En la cocina, la misma mesa de lámina. Hice en el vacío un ademán de despedida.



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