Sunday, April 09, 2006

 
9

—Tienen forma de lengua, las dunas –decía—. Se forman detrás de cualquier obstáculo, de cualquier rompeviento.
Me hablaba de otras playas, de un fin de semana que pasó sola en el sur. Vestía una bata de toalla roja, se había quitado las pestañas postizas. Llevaba el pelo recogido. Junto a la cama, el vaho del espejo transfiguraba su rostro ausente, imbricado en otro mundo. Cada movimiento suyo clausuraba un recuerdo dañino, y los silencios, y los tiempos muertos, y la insustituible felicidad truncada. Sin venir aparentemente al caso, retenía sus palabras, se ahogaba en la contemplación ineludible de los dibujos de cuerpos superpuestos y piernas entrelazadas que adornaban la cabecera de su cama, el autorretrato mancillado, el vacío que emanaba de los objetos lacerándola. Y era verdad: en ninguna parte de sí misma había logrado reconstruir lo mejor de su vida descubierta en otros seres. Aquellos días en la playa transcurrieron sin noche en que pudiera conciliar el sueño.
Parecía quererme decir que no hay mujer limpia de pasado, que era alguien a quien marcaron para siempre otras manos, que había algo en ella fatalmente irrecuperable.
Eludía en vano sus referencias a sí misma, incapaz de volver sobre el principio de lo que contaba hasta que el espeso silencio del cuarto la vencía.
—Es un lugar donde tienen todas esas casetas para capitanes –continuaba—, bergantines y galeones en miniatura y allí, en ese lugar de búngalos y sombrillas para el sol ensartados en la arena, caminaba yo y nadie más. Bastaba que me deslizara sobre las dunas, una extensión de arena en picada, más allá de la espuma y las rocas. Pude haberme tirado con la ropa puesta sin pensarlo. Estaba en medio de los médanos. Pronto sentí el agua hasta los tobillos; pero no era necesario mojarse siquiera la punta de los pies para que uno se diera cuenta de que la arena entumecía, a pesar del sol, a pesar del paso definitivo del invierno. Había muchas dunas, pendientes casi verticales. No sabía qué hacer y me desvestí. La playa estaba sola, sin un alma, muy sola. Me dejé ir cayendo hacia abajo enterrando los pies. A medida que descendía, la arena se volvía húmeda, hasta quedar mis pies ocultos en un charco. Nunca quise que vinieras conmigo porque entonces quería estar sola y no hablar con nadie. Empecé a desnudarme. Puse mi vestido sobre la arena en declive, un palazzo piyama anaranjado, muy bonito. Apenas se abultaba. Empezaba a tener frío; entonces con la camarita retraté el bulto que el palazzo piyama medioformaba con las pequeñas elevaciones de arena y en ese momento, aún con el fondo de seda blanca, un poco desteñido, sentí que vestía una túnica griega antigua, y tomé las doce fotos del rollo a mi pobre y adorado vestido de anchas hombreras que no, no es cierto, no era un palazzo piyama. Estaba muy sola, y así me gustaba estar. Y ahora siento bajo mis pies esta parte del mar y siento la brisa: contemplo esta noche y este viento salado del que me apodero con los pulmones. Pero, de cualquier forma, debiste haber venido conmigo. Te hubiera llevado a conocer el litoral de las salinas, los ríos que terminan en el mar, a comer pescado ahumado y frutas secas. Algún día iremos a conocer esos lugares, las misiones, las huertas. En aquellos años tu padre tenía la edad que ahora tú tienes. Eran años fabulosos. Me fascinaban los trajes cruzados, como los de tu papá, los sombreros de plumas, los zapatos de charol, ver el debut de Rita Cansino en Agua Caliente, oír hablar del amante tijuanense de Jean Harlow, apostar en la ruleta y arrojar los dados en el bacará, esperar el amanecer desde la terraza del Salón de Oro. Me encantaba alguien como Isadora Duncan: no ser bailarina las veinticuatro horas del día, encontrar y expresar una nueva forma de vida, iniciar una fiesta en París, continuarla en Venecia y concluirla semanas más tarde en un yate sobre el Nilo, gastar tres mil dólares en lilas; querer ver a Zelda Fitzgerald, la dama del sur, escandalizando en Nueva York encima de los pianos o atravesando con Scott la Quinta Avenida sobre el techo de un taxi; morir en una lunada. ¿Pero por qué añorar algo que no conocimos? Me duele decírtelo, pero no puedes hacer nada en mí. Soy yo la que está mal. Hubo un momento en que ya no estaba contigo. Pero te juro que no es nada. No es aquello. No, no es eso. No puedo, no quiero creerlo. Hubo un momento en que dejé de sentir. Como una muerta. ¿Por qué nunca coincidimos? Tú, finalmente, no has sido lo más importante de mi vida.

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