Sunday, April 09, 2006

 

10

Nos dejamos de ver como si a cada uno lo hubieran sepultado. A partir de aquel momento que coincidió con un amanecer sombrío y lluvioso, lo único que nos unía era el silencio; no el calor ni el insomnio, ni el duermevela en que nos hacían caer de pronto los ruidos del búngalo sobre el acantilado, la materia absorbente de las paredes y los pasillos habitados antes por otros seres. El crujir de la escalera respondía sin duda a las pisadas que otro hombre, años atrás y durante muchos años, imprimía al salir y volver, al ir construyendo día con día su feliz convivencia en aquella casa. De alguna manera los objetos preservaban su cuerpo, sus humores, sus estados de ánimo. Perduraba allí como un fantasma tierno y amado por todos. El gato se acercaba a la puerta; maullaba en su búsqueda, triste. Pero ahora aquellas pisadas correspondían a mis pies: bajé la escalera sin más remedio que mi definitiva expulsión hacia la playa, la brecha, la carretera, las primeras calles de la ciudad apenas transitadas por los vendedores ambulantes que ofrecían a los transeúntes jugo de toronja mientras hombres y mujeres despabilados y friolentos alcanzaban la esquina de los autobuses. Un anciano acomodaba en su puesto los periódicos de la mañana. Volvía a nacer la vida, con toda la crueldad de una atmósfera nublada que cancelaba cualquier posibilidad luminosa, seguramente en el mismo instante en que ella, libre otra vez, cerraba la puerta, corría la cerradura, se quitaba un peso de encima, se ponía la bata, y se metía en la cama para no despertar hasta el atardecer.
Habíamos vivido de tarde en tarde, de noche en noche, en la casa que fue nuestra temporalmente. Una puerta de cristales biselados se encontraba a lo alto de la escalera y en ella dibujamos la forma que tienen las ventanas de las iglesias góticas. Desde el balcón solía mirar el parque redondo eternamente circundado por autos que corrían alrededor de las fuentes, bancas y parejas. Subí a la mesa central y alcé los brazos como si estuviera a punto de improvisar un discurso. Me vi temblando ante el micrófono, frente a una multitud cuyo rostro no me atrevía a mirar directamente. Trataba de encontrar las palabras con ademanes y tartamudeaba frases que no venían al caso. Me decía el discurso a mí mismo o lo pensaba en voz alta. Hablaba a las paredes. Allí habían tenido lugar ceremonias que jamás volverían a representarse. Muy pronto llegamos a acoplarnos. Conocimos minuciosamente nuestros cuerpos, cada movimiento y siempre, siempre encontramos nuevas versiones rituales. Su aliento, su saliva, su lengua, transmitían el olor de la carne interior que se conforma en los cuerpos. Eramos un solo animal con las extremidades duplicadas. Esparcimos sobre el piso periódicos y toallas anaranjadas. Allí, ella empezó a dormitar mientras yo pintaba las paredes de blanco. Cubrimos la ropa con bolsas de plástico. Fui poniendo pintura en los rincones y en los guardapolvos. Con un trapo humedecido en gasolina froté cuidadosamente las costras de la pintura anterior que en ciertas partes sustituía con cal y oía cómo el líquido penetraba las paredes quemándolas. Me quedé dormido junto a ella.
La luz de la ventana me hizo despertar. Me senté a la orilla de la cama. La vi dormida, el pelo revuelto, el rostro semioculto en parte de la almohada. Al levantarme y rodear la cama, buscando mi ropa, vi que me miraba. Sonriéndole, me acerqué a ella y me mantuve de pie. Me tocó la entrepierna y me tomó con la mano derecha. Lentamente pareció mordisquearme, a medida que se agrandaba mi sexo y le ampliaba los labios. Entraba y salía con los ojos cerrados, su pelo perdiéndoseme entre las piernas. Sentí su paladar, luego una ligera succión; me iba perdiendo, yéndome yo mismo como si perdiera el esqueleto, deshuesado y buscándola. Al caer a su lado bajé a la altura de su boca. La besé. Al abrir los ojos vi que me miraba directamente a los ojos. Entré en ella como si fuera la extensión de mis propios ojos en el espejo. No escrutaba sus pupilas ni el color de sus ojos ni el globo blanco de sus ojos. No eran sus ojos lo que miraba. O no me miraba tal vez. Me adentraba en ella como recorriéndola toda, habitándola, no sintiéndola como parte de mí mismo sino como un mundo que siempre había estado en ella y con ella, con todo su pasado y su manera de entender las cosas e interpretar mis palabras, un mundo, el suyo, que procedía desde su infancia, que súbitamente, a través del tiempo, se me hacía presente e inescapable, sin que me importara no haber conocido sus paisajes exactos, las otras épocas de su vida, sus sufrimientos pretéritos o sus dichas fugaces. Separada de mí, me reconocía sin embargo en ella, en una composición transparente que nos confundía o refundía nuestros rostros y cuerpos, haciéndolos uno y contrastándolos, no sólo al contacto de la piel: también en sus olores, en la fragancia de su pelo al salir del baño la noche anterior, en todas las efusiones internas de nuestros dos cuerpos sacudidos. Se había puesto como turbante una toalla en la cabeza al salir del vapor bajo la regadera, goteando.
—Está muy fría el agua –me decía—. ¿Cuál es la caliente?
Entonces daba la vuelta a la llave del agua caliente y se envolvía en vapor.
—Es malísimo para la circulación –le advertía. Pero ella prefería el agua que, hirviendo, le caía en la nuca.
—Las mujeres se ponen de espalda a la regadera –me decía—. No delante. Los hombres se bañan de frente, con la cara contra el chorro que masajea los músculos faciales.
—Te vas a hervir –le decía—, como pollo.
Del vapor, el turbante en la cabeza como una princesa islámica, salía buscando las toallas.
—¿Por qué tantas toallas? Qué maniático eres. Una para los pies, otra para la espalda. Otra para la cabeza. Otra para la cara.
—Siempre, de todas maneras, queda una gotita por ahí, que luego sale en la blusa.
Después comimos nueces. Debíamos caminar con cautela al levantarnos y alcanzar la ropa esquivando las cáscaras de nuez. Ella se volvió sin decir nada. Me dio la espalda y no nos volvimos a hablar hasta el momento en que dejamos pasar la tarde viendo cómo el mar empezaba a confundirse con la niebla y sentados en las sillas de lona. Pero en aquel instante de enmudecimiento repentino no tuve la sensación ni la vaga sospecha sino la absoluta certeza de que Beverly jamás había estado viviendo conmigo. Nunca, en ningún momento, en ningún sentido, ni siquiera como un remedo de compañía. Quedé con los brazos caídos, idiotizado, gritando como un tribuno romano arriba de la mesa. ¿Qué clase de monólogo o diálogo fraguaba conmigo mismo? Me trastornaba no poder desentrañar suficientemente si su estancia en aquella habitación tuvo en verdad algo que ver con la Beverly que llegó al aeropuerto, con aquella mujer de ojos grandes, muy separados, de traje sastre y un poco despeinada, el cuello abierto, un cigarro sin encender en los labios, los cerillos en las manos... ¿Qué motivo de furia escondían aquellas cejas fruncidas? ¿De dónde brotaba aquella rebeldía fundamental, aquella contradicción compleja y difícil?
En esos días me habían hablado de la violencia de la ciudad. Grupos de policías custodiaban las esquinas. Tropa en las calles. Presagios ominosos. Escaseaba la iluminación pública y las noches eran muy largas. Alcanzar la puerta del búngalo no me proporcionaba ningún alivio; todavía mediaba la peligrosa ascensión de la escalera o el encuentro probable con una mano y un cuchillo. El único refugio estaba allá arriba, después de abrir la puerta de ventanales góticos y cerrarla con varios candados. Era el único lugar seguro del mundo, el recinto adorado por ella, por sus manos infatigables que habían puesto orden en los estantes, el baño, los armarios, la cocina. Sus prendas personales estaban por todas partes. La primera vez que entré, fatigado, miré los muebles sin fijarme en los detalles. Me aterrorizaba la posibilidad de que alguien irrumpiera tumbando la puerta a patadas o me sorprendiera por una de las ventanas. Desconecté el refrigerador para eliminar el zumbido del motor y poder despertar ante el menor ruido extraño.
Pero después de aquel itinerario fantasioso, después de aquel simulacro de nuevas y buenas intenciones, la vi descender de un taxi, recorrer los puestos de naranjas y tajadas de sandía en el mercado, posar en un terreno baldío lleno de cascajo y escombros cuando yo la fotografiaba, correr descalza hacia la parte postrera de la casa y desfallecer en la alfombra, entrar en la regadera, limpiar la ventanilla del auto empañada un domingo lluvioso en la autopista, acomodar los discos en sus fundas, ahogar en silencio el rubor de evocaciones inoportunas que surgían de la música, del viejo álbum de Jacques Brel, del pian pian piano in the next apartment de Greta Keller, mirar de reojo el autorretrato mancillado, los dibujos de caligrafías ilegibles, tocar los objetos desgastados por innumerables manos.
La vi bajar del taxi y me puse a seguirla. Era una hora cualquiera del atardecer: la indefinida, dulce secuencia de los minutos en penumbra que precede a la noche. Y en esa noche entró ella: atravesó el camellón, apuró el paso; dejó, sin saberlo, ver la bolsa de lona, la mascada, la chamarra de franela y el pelo rubio y castaño, rubio y castaño. Me impulsé en el instante en que identificaba su espalda, me llevé las dos manos en concha hacia la boca y apenas pude proferir, embelesado, su nombre. Pero súbitamente enmudecí. Contraje los pasos que me arrojaban hacia ella; me mantuve estático, congelado en el gesto, y le di rienda a mi presa... Beverly alcanzó la orilla del paseo lateral; ganó a saltos la banqueta, adoptó un paso pausado, seguro, con una indudable dirección fija, con un rumbo preciso, a lo largo de la acera contraria a la que yo transitaba: la vista de lado, fija en ella. Bancas y árboles se interponían por delante. Imaginaba que recogería su auto estacionado en alguna esquina: Beverly pasaba sin ver los coches negros enfilados en la calle; no entraba en el edificio situado junto al gran parque; seguía el ritmo de sus propios pasos sin detenerse. La persecución me sometía a un movimiento sin control, animal. A diferencia de mi cuerpo que se desplazaba entre los transeúntes esquivándolos por reflejo, mi rostro de hielo, paralizado, en celo, se vio irresistiblemente atraído por el inconfundible revuelo de los saltos de aquella gacela que seguía avanzando por la acera izquierda de la calle. Yo la perseguía públicamente con la mirada; me creía el héroe en una secuencia de espionaje cinematográfica. De pronto, al entrar en mi campo visual carteles, letreros luminosos, postes, árboles, automóviles, parejas tomadas de la mano, bicicletas y autobuses, las calles se volvían una multitud impersonal y monstruosa. Detrás de un puesto de periódicos pude reconocerla de nuevo. El gran corredor del parque nos alejaba al avanzar ambos. Yo la divisaba a través de los chorros y el rocío de las fuentes: doblaba por una esquina. Corrí tras ella. Volví a descubrirla. Me detuve: estaba demasiado cerca. La dejé ir. El gran parque abría en curva el trayecto paralelo de ambos. Le di rienda a mi presa. Beverly cambiaba de calle diagonalmente. Una esquina la ocultó. El punto de intersección de dos avenidas me impedía encontrarla. Creía verla desaparecer tras la puerta de un salón de belleza. Temí confundirla con una mujer que furtivamente entró en un hotel. Sentía contraérseme el estómago al corroborar que no, no había nadie en un callejón oscuro. Vi un edificio de consultorios médicos, un estacionamiento, tiendas de ropa, cafés con las mesas vacías en la acera. Recorrí con los ojos las ventanas de un edificio de departamentos. La había perdido definitivamente de vista. Volví sobre mis pasos, los pasos míos, de mí sin ella, con las manos húmedas, sin nada que ofrecer ni ofrecerme, fustigado por el dolor incomprensible y deliberadamente buscado, muerto de miedo y tembloroso ante la preferencia tajante de propiciar la incertidumbre antes que el encuentro gozoso seguido del grito espontáneo, del reconocimiento casual en la calle.
Recorrí la misma calle de regreso, pasé bajo el rocío de las fuentes, cedí el paso a los autos y volví a oírla decir no hay nadie limpia de pasado, pásame el azúcar, volví a oírla reconsiderar su vida descubierta en otras vidas, tengo que irme, despertar a media noche junto a ella, nos veremos algún día, compartir el duermevela de la insustituible felicidad truncada, verla quitase las pestañas postizas, alzarse el pelo, oírla decir estoy muerta, frente al vaho del espejo que transfiguraba su rostro ausente, adherido a otro mundo, verla leer en el silencio de la sala, acomodar los estantes en el vacío del estudio o verla llorar en la mesa, sin venir aparentemente al caso, decirle qué incomprensible fue todo en los últimos días, qué sombras tan cerradas en los árboles, qué años los últimos en que nunca nos vimos, qué desajuste en el tiempo, qué falta de coincidencia en nuestros respectivos instantes, oírla murmurar tú, finalmente, no has sido lo más importante en mi vida, responderle nada, decidir no volver a verla jamás, preparar sin consumarlo un encuentro socialmente justificado, escribirle cartas que terminaban en el desagüe, seguirla a lo largo de fosas recién cubiertas de tierra y tumbas sin lápidas, desfloradas, a través de canchas baldías donde jugaban básquetbol muchachos de las afueras, verla descender de un taxi, atravesar pisoteando las flores del camellón, y escurrirse en la noche.

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