Sunday, April 09, 2006

 
13

Luego de la amputación de una pierna, uno cree que su cuerpo sobrevive completo. Sin embargo, cuando me separé de la cámara sentí que una parte de mí mismo se había desprendido. Caminaba hacia las lomas que circundaban las ruinas del casino. Con la sensación de haber dejado atrás algo, de haber olvidado rasurarme o bañarme, volví apresuradamente sobre mis pasos, recogí la cámara y me la colgué del cuello una vez más. Distinguía a lo lejos la entrada a los jardines. Avancé sin prisa. Se me aceleraba la circulación de la sangre y me detenía, procuraba un acercamiento gradual al casco informe del casino que sobresalía entre pirules y palmeras. Gente de todas las edades se congregaba ante las rejas del jardín principal.
Era uno de los primeros domingos del verano. Todas las escenas que ininterrumpidamente se iban formando ante mis ojos cobraban vida en móviles franjas de colores o globos. Las faldas de las mujeres, las camisas a cuadros de los padres y los niños, aparecían con cierto, sosegado orden delante de mí, frente a mis furtivas miradas. Sin prestarme demasiada atención, forzándome a no pensar más en mí, me deshice en cuanto vino de un sentimiento incómodo y súbito que me acusaba de estar fuera de lugar. Los desayunos en el parque, los juegos de pelota en el césped, fueron parte de mi mundo más de veinte años atrás y aquel pasto crecido, aquellos jardines, dispuestos como en un tejido de laberintos, reproducían a grandes rasgos aquel antiguo espacio infantil que ahora yo profanaba sin ningún derecho. Tal vez mis pasos sin dirección alguna, mi destreza para evitar que la gente advirtiera que la observaba –el rostro inexpresivo que oponía a los cuerpos de las mujeres de espalda—, me permitían caminar sin que nadie reparara en mí por los senderos que a mi paso emergían envolviéndome de gritos, rostros felices, porque en nada me diferenciaba del común de la gente, excepto quizá por andar solo; nadie nos sigue a quienes andamos solos, pasamos, y en cierta forma somos invisibles.
Antes de sumergirme en la leve hondonada del excasino, cargué la cámara con un rollo y me eché muchos más en los bolsillos mientras fijaba la vista en los colores, las caras de las mujeres, los vestidos que surgían dibujados, sobrepuestos en los muslos, desde las páginas de las revistas en un puesto de periódicos. Tomé un ejemplar y examiné página por página su contenido, embelesado, como si absorto totalmente tuviera acceso a un mundo desconocido y lejano, misterioso y prohibido. Me vi entonces en la azotea de mi casa donde hojeaba revistas de modas. El pelo largo y los diversos maquillajes de aquel tiempo eran objeto de mi más minuciosa observación. Durante uno de aquellos veranos que para mí transcurrían en las afueras de la ciudad, cerca de la playa, descubrí entre unos arbustos unos ejemplares de revistas dobladas, con escaso texto e innumerables fotografías en sepia, imágenes de esculturas y dibujos. A través de la hendidura de una puerta, una mujer golpeaba a otra con un látigo. En una ceremonia religiosa, aparentemente africana, la más anciana de la tribu evolucionaba sosteniendo un cuerno entre las piernas mientras la seguían en trance jóvenes desnudas y niñas. La reproducción de un óleo renacentista mostraba a una dama de cabello alzado y mirada serena que con la punta de los dedos tocaba el pezón de su hermana. A veces las revistas caían en mis manos sin cubiertas ni títulos. Empezaba a asomarme a recámaras oscuras, velos, sonrisas que se dirigían a mí procedentes de rostros inertes. Me acompañaban. Recibía de aquellas imágenes mi temerosa iniciación, el modelo a seguir, el instructivo que sin exponerme a ningún riesgo me orientaba en la vida. A partir de entonces podía identificar la pintura labial cuyo trazo o desgaste delataba a ésta o aquella mujer en el autobús o en la calle. Cierto exceso de color en el borde de los labios me ofrecía el tipo exacto de mujer en la novia de mi padre que regenteaba los balnearios de aguas sulfurosas. La sospecha de tener en las manos una revista inapropiada me impulsó de inmediato a indagar a mis espaldas la posible presencia de alguien. Devolví la revista a su lugar y seguí caminando rumbo a los jardines del casino. A lo alto de un promontorio se elevaban las paredes lisas y cóncavas de la torre de Agua Caliente. Me introduje por una de sus esquinas y empecé a subir a oscuras por la escalinata interior, metálica, que ascendía en espiral. De pronto vi a través de las primeras ventanas del campanario las banquetas de abajo y el tránsito, la ropa ligera de los peatones y el calor de las calles. Parecía que algo se incendiaba cerca por la manera en que el viento y el sol pegaban contra los rostros. Húmedo, el aposento del campanario en nada contribuía a mitigar el torpor y el bochorno. Con la vista fija, distraído por la gente y los árboles torcidos que sobresalían abajo, parecía diluirse en mí aquel sentimiento inquietante que me invadía al examinar una revista de mujeres desnudas. Aceptaba sin ningún gozo el hecho por lo visto cierto de vivir sólo a través de mis ojos. Había perdido ya el sentido de la profundidad del espacio o lo había renovado; creía sentir también que el sonido proveniente de un radio portátil únicamente se desplazaba en una dirección fija, delgado y pastoso, hasta metérseme en la cabeza e invadiendo todo mi interior, como si súbitamente con ello volviera a recuperar la sensación de volumen que para mí los sonidos siempre habían tenido. Seguí subiendo por una de las escaleras de madera que se distribuían a los cuatro costados hacia el pequeño ático de la torre. Era la alcoba señorial y alfombrada, el refugio más íntimo y alejado del palacio: Beverly y yo estábamos en la parte más alta, tenuemente iluminada, por encima de todo el paisaje del casino en ruinas y sus devastados jardines. El sol entraba por las rendijas que se iban formando alrededor entre los pilotes cortos y las tejas del techo. Y Beverly quedaba frente a mí, debajo, recostada. Una y dos veces intentamos unirnos, pero la penetración no prosperaba. Se levantó bruscamente y me dijo que no, que él se enojaría, que no estaba bien, que era una deslealtad imperdonable. Bajó de la cama, de espaldas, y empezó a ponerse las medias y los calzones. Pero muy pronto, de la misma manera abrupta y caprichosa, se volvió hacia mí y caímos los dos en la cama. Estaba entonces encima de mí, de rodillas, y tomé con la mano, toqué apenas, la cabeza rala y húmeda, en forma de hongo, de un bebé que salía de su sexo, apuntándome...


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