Monday, April 10, 2006

 
Cardiograma del tijuanense




…y a la diestra mano de las Indias
había una isla llamada California, a
un costado del paraíso terrenal, toda
poblada de mujeres, sin varón ninguno.
Eran de bellos y robustos cuerpos, de
fogoso valor y de gran fuerza…
En ciertos tiempos iban de la tierra
firme hombres con los cuales ellas
tenían acceso, y si parían mujeres las
guardaban, y si hombres, los echaban
de su compañía…

Garci—Ordóñez de Montalvo
Las sergas de Esplandián, 1492





1

No siento diferencia alguna entre una ciudad y otra. He llegado a lugares en los que jamás estuve y me conduzco como si allí hubiera transcurrido toda mi vida. La arquitectura de las casas, las calles estrechas o anchas, nada me dicen. Tal vez sólo el movimiento de la gente y los autos me aturda, me haga divagar de un sitio a otro sin rumbo preciso. Todo me da igual. Poco a poco distingo menos los rasgos propios de las cosas y casi todas las tardes termino por entregarme a dormir, despertar y, naturalmente, no hablar con nadie. Me he concedido treguas, lapsos en los que pospongo o logro mantener ocultos mis deseos. Soy el centro del mundo, el espejo: nada importa, todo existe en función mía, cuando duermo desaparecen las cosas, la Tierra deja de girar y de desplazarse por el universo.
Las tardes en la costa son frías, heladas como el Pacífico, sordas como la corriente de Alaska que desciende a un costado de la península hasta caer en curva frente a la bahía de Sebastián Vizcaíno. Desde los campos de algodón, más allá de la planicie desértica, pueden distinguirse las montañas por un lado, la sierra de San Pedro Mártir y el mar blanco espumoso azul oscuro que está allá lejos. Me recuesto en una carreta abandonada, sobre el acantilado. El mar, oscuro, parece aplacarse. Sé que está frío; ni siquiera por la luz lunar alcanza a dibujarse la línea que lo definiría contra el fondo; una especie de brisa negra lo confunde con la prolongación del cielo. Siento la brisa aumentar y venir hacia mí. En ciertas épocas del año desfilan los barcos de carga pegándose a la costa, esquivando la tramontana, pero pronto se pierden. Sólo muy de vez en cuando, cada dos o tres años, pasa el mismo navío francés enfilando hacia el canal de Panamá y saluda con tres cañonazos de alarma. Un pasajero de la cubierta, entre la niebla, hace señas y ofrece de su botella. Las casas de los pueblos son blancas, están pintadas de cal, se amontonan en la colinas, silenciosas... El mar se hace negro y el cielo también se hace negro y la lluvia cae contra el mar; todo se vuelve muy oscuro y caótico. El viento me atonta y pido a gritos ayuda. Una manada de focas avanza flotando, se deja conducir por la corriente de Alaska. Más allá, un barco pesquero se desplaza y sólo se sabe de él cuando enciende y apaga un farol que debe llevar en la proa o en la popa.
—Tengo frío.
Cuando el sol ya está definitivamente en el cielo, guardo en el auto las pertenencias de Beverly.
—Yo manejo –le digo—. Tú duérmete.

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