Sunday, April 09, 2006

 
14

El aire y el sol que se desparramaban por encima del casino me remitían a otros intereses. Era muy agradable pasear entre la gente, ver las caras de los niños, detenerse a beber un refresco.
Un jardín público generalmente se compone de veredas y curvas, matas y arbustos descuidados, encrucijadas, invernaderos que cubren las salidas. Uno camina según los objetos que llaman su atención, y se pierde. En el punto más céntrico del parque jaulas con pájaros colgaban de los árboles. Los cardenales y los pericos de Oceanía posaban altivos e inmutables frente a sus admiradoras. En una esquina, varias niñas de unos doce o trece años se acercaban en fila a una muchacha mayor que ordeñaba a una vaca y las invitaba a imitarla. Una a una las niñas iban tocando las ubres de la vaca y sonreían, serias, al ver brotar la leche. Varios rostros de personas contemplativas y alegres entraron en el vientre de mi cámara disparada aparentemente en otras direcciones. Del segundo rollo que habría de utilizar más tarde saldrían muchos pares de piernas y faldas muy cortas. En el estanque de las focas otras niñas estiraban las manos, reflejándose. Las focas jugueteaban. Una de ellas nadaba boca arriba. Subí a una banca y desde allí apunté la cámara contra aquella especie de lobas marinas que emitían gritos como de perros recién paridos. Se pasaban hora y horas tendidas al sol proveyéndose de un calor que sólo irradiaban en ínfimo grado, tal vez porque estaban revestidas de una capa lardácea entre la piel y los músculos. Tenían las orejas pequeñas o sólo una protuberancia apenas tangible y triangular. Sus cabecitas sobresalían de un cuello inexistente o casi imperceptible, mientras sus patas se dividían en dedos y falanges completamente móviles y apenas unidos por membranas natatorias. La cola: atrofiada hasta ser poco más que un muñón. La coloración: de un pardo o gris verdoso con partes rojizas o amarillentas. La piel: lustrosa, resistente, gruesa, cubierta de pelos cerdosos. Sabía que la fórmula dentaria no solamente la utilizaban para triturar, sino también para cumplir las funciones de sujeción y presión. El pelaje de las crías era distinto al de las focas mayores, recubiertas por un manto blanco, espeso, delicado, que les permitía flotar. Sus cuerpos se desplazaban nadando, cilíndricos y adelgazados hacia atrás. Rebullían. Se movían con trabajo impulsándose con las aletas posteriores y las patas delanteras, recogidas y cortas, como a saltos y espasmos. Casi todos los especímenes tenían la estatura media de un hombre o de una mujer y para andar se erguían lenta, gradualmente, como inflados de sangre, primero sobre las extremidades anteriores arrojando el cuerpo hacia delante a sacudidas y contrayendo luego los miembros y echándose sobre el pecho a fin de encorvar el dorso y proyectar el cuarto trasero. Su avance era penoso, pero no tanto como para invalidarlas o anular su pesado deslizamiento, que asumían incluso, a veces, con cierta gozosa agilidad. Una de ellas moría y se iba a pique. Las demás, cautivas, parecían amansarse poco a poco, ante los espectadores, perdiendo su natural recelo. Perezosa, una foca parda deglutía peces que atrapaba al vuelo; se zambullía juguetona y emergía nuevamente para exhibirse y ser contemplada. Clavando perdidamente la mirada en ellas y en sus juegos, vi que nada tenían que hacer tan lejos del mar, que no era ése su sitio adecuado sino el de la línea divisoria que empieza y termina en las playas. Seres a medias: metamorfoseados, fronterizos, en medio del camino hacia la vida terrestre, habitantes risueños de las olas, muñecas flotadoras, somnolientas, mudas, seres andróginos y en apariencia asexuados, las focas reaparecían y desaparecían bajo el agua cristalina.
Detrás del estanque una niña de pantaloncitos cortos asomó de repente junto a una estatua; se recargaba contra el pedestal. La figura moldeada en fierro se cubría el cuerpo con una capa majestuosa que, enrollada, la hacía aparecer gigantesca y gruesa, oscura y diabólica. Tomé una fotografía de la estatua y la niña... No tenía más de doce años; miraba constantemente a la cámara. Caminamos juntos por un momento, luego corrió y fue a reunirse a un grupo de niños y mujeres.
Desde una de las bancas empecé a ver la pequeña multitud que desahogaba los jardines. Los corrillos que se formaban en las puertas de salida eran una masa compacta y gris. Cuando enfoqué la cámara en dirección de la gente distinguí la figura de la niña que caminaba volviendo de vez en cuando la vista hacia mí, muy seria, muy triste, muy importante. Los colores de las ropas cobraban movimiento y gracias a ello podía encerrar en un cierto encuadre a los seres más atractivos, las partes de sus cuerpos más acordes con mis necesidades visuales.
En un lugar ligeramente apartado de los jardines me esperaba Beverly. Era un sitio sombreado por pirules y palmeras, el mismo que años atrás, cuando éramos estudiantes, nos aislaba de todo y nos protegía de miradas malintencionadas. Y eran las mismas ramas, el mismo olor a pimiento y el mismo suelo cubierto de hojas y salpicado de dátiles maduros: Beverly yacía sobre la hierba, como una estatua reclinada; alzaba la mano a la altura de la frente para protegerse del sol. No hablaba. Empezamos a dar un paseo bajo las jaulas de los pájaros y en ese momento un cardenal escapaba por una puerta caída, salía disparándose a sí mismo pero por un instante se quedaba paralizado en el vuelo; no podía seguir volando y cayó verticalmente contra el pasto. Beverly miraba los últimos latidos del pájaro rojo que saltaba cerca de sus pies; lo recogió sin hacer comentarios, muerto. Luego lo sostenía con las dos manos aconchadas y lo colocaba al pie de una palmera. Mientras Beverly se alejaba sola y muda por los jardines, tomé al pájaro exangüe, tibio, lo introduje de nuevo en la jaula y cubrí la puerta con una toalla húmeda. Me quedé solo entre las jaulas. Beverly regresaba a su refugio del búngalo en la playa y pronto la imaginé allí, la recordé tal como estaba la noche anterior: recostada sobre la cama, mostrando los labios de la vagina. Junto a ella, del otro lado de la cama sobre una mesita, se veían utensilios para practicar abortos.


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