Monday, April 10, 2006

 


3

Cada mañana que comienza restituye a Beverly a los objetos y a mis primeras palabras. Beverly apareció un día en el aeropuerto. Beverly se movía. Beverly me daba un beso. Beverly caía a mi lado en el auto cuando llegábamos a la línea internacional. Esto lo puedo ver. Parecería que ya no le doy importancia, que el tiempo todo lo vuelve borroso.
—Tienes los dientes de ardilla —le decía.
Y allí estaba riéndose de nuevo, como niña. Me quedaba justamente a la altura del hombro. La abrazaba con un movimiento natural, sin premeditarlo. Un día amanecimos en la playa y contamos uno, dos, tres segundos: el faro se encendía a lo lejos cada tres segundos primero, luego cada seis segundos. Le enseñaba a leer en español.
—Susi. Ésa es Susi. Susi se asea. Así es Susi.
En un momento inesperado me devolvía la lección:
—Pepe es un es un charro valiente que a su caballo lazó. Si ti dibujas la cuerda es que ya sabes la O...
Pero también quiero que viva, me hable y me bese, me pregunte cómo estás, me llame por mi nombre, me diga oye mi amor cómo hace tiempo que no te veía, ¿en qué parte del mundo te habías metido?
Ningún rasgo de sus dimensiones exactas sale de mis manos; mis trazos quieren volverla una mancha y mis ojos imaginar allí el rostro escondido e insospechado. La veo de doce años cuando, con vestido blanco y trenzas, corría en bicicleta rumbo al pirul caído hasta perderse de vista tras el terraplén de la vía. Tal vez continuaba por el terreno pedregoso y dejaba la bicicleta en la cerca. La casa de las colinas. No sé más, pero tengo la idea de que es inevitable abstraerla de aquel ambiente nocturno. ¿Cómo imaginar un río abundante, unos baños de aguas termales, unas casas construidas sin orden en las afueras de la ciudad? Para eso, Beverly debía haber tenido cuando menos doce o trece años. La edad no la distingue de nada. Pudo haber sido también la mujer sentada en la puerta de la casa que veía corretear a los niños o una de las niñas que ahuyentaban a los perros en la pequeña vecindad. Las colonias que poco a poco se fueron formando en las estribaciones de la playa y las faldas de los cerros eran grupos de cajones desvencijados, empaques de manzanas, incompletas casas todavía, tramoyanes de madera y tablas envueltas en cartón negro, techos untados de brea, tela de alambre clavada sobre las paredes, materiales sobrantes de refugios antiaéreos. Era imposible reconocerla sentada, contenida e inconmovible, ante los gritos que se alcanzaban a oír provenientes de los baños de aguas sulfurosas o recostada en el pasto de la escuela secundaria. Frente a la casa se habían extinguido los basureros. Se multiplicaban las familias de perros y en la noche merodeaban hambrientas. A falta de inmundicias donde hurgar y meter sus hocicos, los perros enflaquecidos se descorazonaban en las ciénagas; perros en cantidad, huesudos, reculaban bajo la lluvia de piedras que arrojaban los muchachos. Una vaca azuzada por los perros se ahogaba en las riberas falsas del río.
Y luego era otra, de más edad. Salía muy al amanecer del Aloha o del Blue Fox, con un vestido verde de seda, después de haber estado entre desenfadados marineros y soldados de San Diego antes de recibir el sol picante en la espalda y encontrar el viento helado de principios de octubre y añorar como nunca las sábanas limpias, la almohada de plumas y el baño después de medio día. ¿Qué importaba lo que de particular tuvieran su rostro demacrado y de pómulos salientes, su pelo rubio y castaño? Lo que importaba era su manera de estar, estar realmente y no plantearse demasiadas preguntas. Debía partir de una estrategia elemental para sobrellevar el mundo. ¿A quién podía ocurrírsele, en aquellos momentos, recorrer los cabarets del río y dejarse tentar por bailarines o marineros o quedarse toda la noche hasta el amanecer en plena calle con el pretexto de que sólo así, viendo pasar a la gente desde una banca o el guardafangos de un auto, se puede conocer bien una ciudad?
Pero las calles eran interrogantes. Las marquesinas, los adornos de un cabaret como el Aloha eran, más que afirmaciones, signos de duda. Desde siempre, porque entonces ya se erigían construcciones fantasmales que querían ser al menos dos o tres paredes más auténticas que los sets hollywoodenses que ofrecían una versión acartonada y pintoresca de Tijuana, ciudad mujeres, multitud de mujeres de todas las edades, ríos, ríos de mujeres, ríos secos y cuencas arenosas.
Con el picante sol en los hombros, Beverly escapaba del Aloha y abandonaba parsimoniosamente la zona norte de la ciudad entre hileras de autos con placas de ambas Californias, charcas y puestos de fritangas malolientes. La oscura organización de los cabarets del río la fue envolviendo desde sus primeras, esporádicas visitas a la frontera. En sus años de gloria la ciudad le sirvió de refugio. Fueron los años de la ley seca, la clausura del casino de Agua Caliente, la segunda guerra mundial, la de Corea. La ciudad se fue extendiendo hacia los cerros, vivía de contrabando de leche y gasolina, llantas y accesorios de automóvil, se barrían los dólares con escoba, su población flotante dejaba de serlo en cuanto terminaban las guerras, y así, de una ranchería de finales de siglo pasó a ser un pueblo fantasma al principio, luego una maravillosa tierra de nadie en la que tanto los visitantes como los nativos se sabían perdidos y sólo fraguaban negocios de remuneración inmediata y aspiraban a industrializar el aborto, los juegos de azar, los centros de diversión y las baratijas artesanales.
—Tengo frío.
Cuando el sol ya está definitivamente en el cielo, guardo en el auto las pertenencias de Beverly.
—Yo manejo –le digo—. Tú duérmete.

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