Monday, April 10, 2006

 
7

Sin volver a alzar la voz, Beverly me ofrecía un dulce, un huevo de menta, y por primera vez veía yo que estaba vestida de blanco. Parecía más joven de lo que era. En las paredes contiguas resonaban voces de personas mayores. Tenía el aire de una señora recién casada, luego adquiría la apariencia de una niña de doce o menos años, con el pelo levantado, la cara limpia, y casi rozaba mis párpados. Se tendía en el catre cuando estábamos a punto de besarnos por primera vez, pero nos retenían las cascadas voces del fondo. Beverly chupaba un limón y se recostaba en la silla de lona casi horizontalmente. Teníamos miedo. Me aterraba la idea de que alguien fuera a disparar con un rifle desde una de las colinas; alguien a quien se le antojara matar a alguien. Debajo de las sillas de lona se desparramaba una mancha de animales diminutos. Comentaban que eran langostas y en efecto los insectos empezaban a comer hierba de las macetas, hojas, tierra, y eran plateados, como tubitos de metal; de pronto veía que estaban comiendo arroz entomatado disperso en el suelo. Conseguí una botella de aguarrás para exterminar la plaga, pero fue inútil; me eché un poco en la boca y lo arrojé rociándolo a los bichos. Infructuosamente.



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