Monday, April 10, 2006

 



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Aunque en un principio creí definitiva su desaparición, transcurrieron varias semanas durante las cuales las ganas de verla y la sensación de que me la encontraría el día menos pensado persistieron en mí. Como en otras ocasiones en que de pronto me veía en las afueras de la ciudad, reanudé mis visitas al aeropuerto. El mero declive del camino me hacía llegar lisamente a la parte ondulada de las colinas; luego, el ascenso gradual de la bicicleta me permitía sentir el cambio de temperatura y la frescura del aire. A medida que remontaba la cuesta, el minarete del casino, allá abajo, en una demarcación aparte de la zona urbanizada, era el único punto de referencia de las ruinas de Agua Caliente.
Era una costumbre muy antigua ésta de irme al aeropuerto; no era accidental ni empezó con la presencia de Beverly allí. En otra época hacía la misma excursión en bicicleta; me pasaba las horas de la mañana remontando las colinas y gran parte del día viendo los aviones en la gran meseta donde el aeropuerto fue construido. Nunca invité a nadie conmigo. Me gustaba hacerlo solo. Con nadie tampoco compartía la alegría que me proporcionaba ese pasatiempo solitario. Era un espectáculo fascinante que me sacaba de mí mismo y me hacía olvidarme del tiempo. Durante todos esos años llegaban aviones pequeños, de dos alas. Luego fui conociendo modelos más nuevos, unos DC—3 cargueros que transportaban mariscos, y vi llegar los primeros de propulsión a chorro que se elevaban produciendo una gran conmoción por encima del viejo trimotor negro, monoplano, sin hélices, oxidado y arrumbado a la entrada de los hangares como una estatua de hierro o un esqueleto de ballena en cierta forma bello y caduco. Sobre la línea internacional, invadiendo distraídamente los espacios aéreos de ambos países, también circulaban parejas de cazas militares que dejaban vibrando los cristales de las ventanas y adoloridos los tímpanos.
Ver llegar y despegar los aviones me fijaba de tal manera en el suelo que mi vista y todo mi cuerpo entraban en una suerte de parálisis momentánea, como si el zumbido de los aparatos me absorbiera y retrotrajera de lo espasmódico al silencio. Los veía perderse, meterse en el cielo detrás de un chorro negro o aterrizar contra la pista como si fueran gigantescas gaviotas. Las pocas veces que viajé en un avión, unos días antes de que muriera mi padre o en la improvisada carlinga de una avioneta fumigadora, sentí el pánico. Siempre traté de dormir durante el vuelo, pero era imposible. Al fingir que dormía, experimentaba el sentimiento de ser atraído, de estar suspendido en el aire, a flote o inmerso dulcemente en una alberca tibia, a buen resguardo gracias a los cuatro motores y a la cabina de mando que me cargaban y mecían e impedían la caída de mi cuerpo en el vacío. Con ese sueño falso –porque ni siquiera el ronroneo uniforme de los motores me inducía a dormitar— apoyaba la frente contra la ventanilla y veía cómo mi cuerpo y el cuerpo del avión irrumpíamos en las nubes y nos deslizábamos sobre la inmensidad blanca: me parecía que volar sobre un campo de motas de algodón en nada me salvaría de la catástrofe.
Tuve la ocurrencia de que podía morir y de que hasta ese momento no había logrado arraigarme en ninguna parte. El hecho de volar me ponía frente a un riesgo que no dependía de mí y que, sin poder hacer nada por evitarlo, me resultaba atractivo. Era un poco afrontar la posibilidad de perderlo todo en la ruleta del casino y desear entonces aferrarme auténticamente a algo. Dejaba que fluyeran en mí estos pensamientos mientras reconocía a la vez que el vuelo era un estado estacionario, una suspensión que alimentaba mi ociosidad y me permitía jugar con presentimientos no desconocidos por mí en tierra firme: apostar a ciegas, regodearme en la sensación de que al huir del peligro real que comporta la vida de hombres más audaces y menos cobardes que yo –peligro que no me había atrevido a asumir siquiera experimentalmente en ninguno de mis treinta años vividos a medias— lo único que lograba era meditar en mi condición pasiva y en mi torpeza vital, en mi exceso de precauciones y en mi miseria. Pero, de cualquier manera, no me atormentaba demasiado ese relajamiento fantasioso de volar y creerme ante un ridículo peligro de muerte. La última vez que volé vi las nubes y luego los espacios claros de la costa, las montañas amarillas, los cerros rojos. Vi el ala metálica del avión fijamente y dejé que el zumbido de las hélices me adormeciera, pero nunca recordé el rostro de los pasajeros que viajaban conmigo.
En cuanto oscurecía regresaba a Tijuana dejando correr la bicicleta por inercia, suavemente, con cierto ritmo, por la cuesta. Era una tarde más que había transcurrido, pero no la última: pocos días después vi descender la Piper Comanche de dos motores y ala baja que apareció primero en el cielo como un mosquito insignificante, tocó tierra sin hacer ruido, y de inmediato coleó con extraordinaria facilidad de maniobra para estacionarse. Le tomé varias fotografías.
A la mujer la acompañaba un hombre de chaquetón azul marino. Bajaban juntos a la ciudad, pero a la mañana siguiente ya no estaba en la pista la avioneta amarilla. Así la vi llegar varias veces, sola o acompañada. Ella piloteaba la avioneta. El hecho de que supiera manejar un avión hacía que yo viera en sus manos una potencia y una superioridad que la separaban de mí infranqueablemente, como si ella procediera de otro mundo y poseyera el recurso de desaparecer a voluntad en cualquier momento y rumbo a cualquier parte.
Mis visitas al aeropuerto se volvieron menos frecuentes. Las fotografías que furtivamente le fui tomando me consternaban tanto como el original, pero en ellas era más seguro verla con gusto, sin temores, y la contemplación podía ser infinita. Beverly abría la portezuela, ponía el pie sobre el ala, y de un ligero salto tocaba el suelo. Llevaba lentes para el sol, una mascada. Su único equipaje parecía ser una bolsa de lona que movía con el codo izquierdo hacia atrás. El trimotor negro, sin hélices, esquelético, asomaba de pronto como fondo en algunas de las fotografías igual que un ganso disecado o un águila con sus retoños ocultos, como el desleído fotograbado que en un periódico amarillento mostraba a mi padre y a una grupo de compañeros suyos telegrafistas, abrazados, a fines de los años veinte, bajo el ala amorosa de un Ford trimotor.
Mi padre, con bigote color tabaco, lucía un chaleco perla y un sombrero gris de piel de conejo, y atrás, indefinida y fuera de foco, saltaba como un minarete la torre de control del pequeño aeródromo desde la que se organizaba el servicio de taxis voladores entre Hollywood y el casino de Agua Caliente. El Ford trimotor había sido el caballito de batalla del correo y el transporte intercontinentales, el mismo que sirvió para inaugurar diversas rutas hasta lugares antes inaccesibles. La gaviota o ganso de hojalata tenía la forma de un romboide alargado, el fuselaje de aluminio, y tres motores, el del centro más prominente que los dos laterales, que se le ensartaban en la nariz y las alas. Voló prácticamente todas las rutas conocidas entonces, al servicio del ejército y de compañía civiles. Se utilizó para pasajeros y carga. Anfibio, podía descender sobre llantas, lanchas o esquíes. Cerca de doscientos Ford trimotores fueron construidos entre 1925 y 1932. Incluso en España, cuando Alemania e Inglaterra poseían ya aparatos muchos más perfeccionados, las primeras avanzadas republicanas sucumbieron en muchos de aquellos legendarios trimotores. Todavía algunos de estos artefactos, reacondicionados, sobrevuelan, unen puntos distantes del hemisferio. Tienen un poder de despegue superior al de los otros aparatos de su tiempo y conservan la durabilidad de su venerable predecesor. Su piel de aluminio es liviana y más resistente. Operados con los pies, sus frenos funcionaban hidráulicamente. Sus cables de control son internos y no externos como antes.
Hecho a un lado, masa de herrumbre entre algunas charcas, el trimotor servía de marco a las imágenes, y su desvencijada carlinga, por cuyas hendiduras entró el teleobjetivo de mi cámara, encuadraba a contraluz la pista y la alambrada del aeropuerto, el pie de Beverly que poco a poco, desde el ala de la avioneta, deslizándose, tocaba el suelo con la punta de los dedos, y luego se delineaba ella de cuerpo entero, la mascada volándole hacia atrás. Ante el tenue desvanecimiento de la luz, las últimas fotografías fueron manchas oscuras, sin matices, una ilustración de la nada: el señalamiento de una ausencia, la definitiva desaparición de la Piper y sus pasajeros, el abandono total del aeropuerto como base o punto de contacto meramente aduanal.
No podía yo entrar en ningún sitio porque ya estaba allí el susto de verla intempestivamente, el terror de encontrármela una vez más, aunque ella no se percatara de mi cuerpo. Sin embargo, tampoco dejaba de asomarme a las salas del aeropuerto, a pesar de que me resultaba demasiado fingido propiciar un encuentro, así pareciera accidental, gesto que no casualmente intentaba todos los días sin consumarlo. ¿Cómo era posible desear algo tanto y al mismo tiempo no hacer nada por conseguirlo?
Más tarde, me resigné a prescindir de esa costumbre. Sólo veía de lejos y desde abajo la torre de control y, en la noche, el luminoso brazo de su reflector que acariciaba las nubes. Me fui haciendo de itinerarios con diferentes rumbos, excluyendo las colinas y hacia la playa, y al atardecer me refugiaba en la fotografía. Sobre la pared coloqué un atril que indicaba mi exacta estatura, mi colocación perfecta en lo que tocaba a los hombros, mi inclinación natural, y el levantamiento preciso, a cierta altura, del mentón. Enfrente puse la cámara en un tripié, le adapté el dispositivo automático del disparador, y me tomé la foto correspondiente a ese día. Después, incluí nuevos estantes en el cuarto de revelado y me encerré días y noches experimentando con el material fotográfico: una diferencia muy leve se notaba de una fotografía a otra, el cambio apenas discernible operado cada veinticuatro horas, la frente un poco brillante a veces, la mirada temerosa, la sonrisa amarga del previsible envejecimiento o las cejas más juntas que en días anteriores. Aislaba luego a Beverly de los conjuntos, rescatando un solo detalle (el pie, la cara de perfil, el codo sobre la bolsa de lona) y demorando en la espuma su camino hacia la luz con el agua del fijador. Este aislamiento le daba otro valor a mi curiosidad por salir a la calle, me permitía recuperar el deseo y ver con otros ojos. Parecía que apenas había sido la víspera y no semanas atrás, la última vez que recorrí las inmediaciones del aeropuerto, la zona verde de los campos de golf, aunque al mismo tiempo tenía la sensación de que acababa de llegar de un viaje muy largo. Ninguno de los rostros que encontré en la calle me resultaba familiar.


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