Sunday, April 09, 2006

 

11

Los suyos fueron los primeros pechos que vi. Beverly tenía catorce años; yo, más de catorce y vivía en la azotea de una casona blanca, segregado como un animal contagioso. Despintaba y pintaba mi bicicleta a la que luego atornillaba luces de colores en todo su cuerpo; la raspaba antes de volverla a pintar con pistola de aire, ora color naranja, ora morado, ora blanco. Con el tiempo la bicicleta fue quedando arrumbada y el hule de las llantas podrido. Había sido mi única adoración; en ella me aventuré por primera vez más allá de los confines prohibidos de la ciudad, por los caminos de terracería y las carreteras que llevaban al aeropuerto y al mar. Era como una diosa blanca y secreta, un ser que impedía convertirme en un hombre doméstico, encerrado entre paredes, enconchado, pues no otro había sido mi modo de defenderme de aquel mundo hogareño de mujeres y pandillas que aterrorizaban el barrio. Conocía de oídas las batallas campales en que culminaban a veces los partidos nocturnos de basquetbol, supe de la muerte del Zambo, molido a patadas en un estacionamiento, algunos compañeros de escuela habían quedado en las playas del Pacífico, en Normandía, Corea, Vietnam, y no era infrecuente, un día por la mañana, ver llegar de la base naval de San Diego el conocido automóvil verde olivo que tras una nube de polvo desplegaba su rauda incursión hacia los cerros transportando a un oficial o a algún almirante. La madre recibía sin mucha ceremonia el corazón púrpura u otra medalla póstuma por su hijo muerto en el campo de batalla.
No quería participar de esas vidas particulares. El conocimiento accidental que tenía de ellas apenas me turbaba y me envolvía en desesperadas conjeturas, acaso porque el ámbito que habitaba no se alteraba con el paso del tiempo y los demás, no yo, eran los verdaderos protagonistas de las tragedias o los triunfos. Quise tomar parte, asumir las calles y la noche con valor, pero fue en vano. Recorría de vez en cuando, uno a uno, los cabarets del río un poco oscuros y sin clientes. Algunas veces, como maestro de ceremonias del Waikikí, anunciaba la actuación de Rosa Carmina: (Yes, siiir! Rosa Carmina! Greatest ballerina from México City!) y a la entrada, en el pórtico, hacía propaganda (Take a look inside, folks! No cover charge. The showison, the show is on!), hasta la noche aquella en que alguien me enfrentó con desprecio y arrojó frente a mí una moneda de plata que fue a dar a la palangana de los escupitajos... me arrodillé y rescaté con la mano el dólar metálico de la escupidera.
A partir de entonces me fui aislando. El cuarto de la azotea constituyó el lugar ideal para mi encerramiento. Según el inapelable veredicto familiar no tenía más remedio: quedaba condenado a pasar el resto de mis días arriba de la casona. De la noche a la mañana me sentí en un castillo blanco circundado por la oscuridad, amurallado. Era el sitio más seguro, inexpugnable, mi único refugio y, por una providencial casualidad del terreno, el que mejor dominaba la zona: un observatorio organizado hacia los cuatro puntos cardinales, como una fortaleza. Veía a lo lejos las lomas entrecruzadas mientras el tren largo y agusanado discurría como una luciérnaga ascendiendo las colinas en espiral y encajándolas. De vez en cuando Beverly podía escabullirse hasta mí y llorar en mis brazos muerta de miedo. Nos mirábamos.
Muy espaciadamente, cada vez menos, Beverly se asomaba desde el terraplén y me saludaba risueña.
Al cabo de algunas semanas me decidía a salir, casi siempre de noche. Trataba de recorrer las callejuelas oscuras, asomarme desde lejos a los cabarets, sentarme en el basurero inmediato al barranco y poner en claro de una vez para siempre si aquellos lugares eran los mismos que aparecieron de pronto bajo el ventanal abierto, entre los matorrales y el pirul caído. Caminaba dejando atrás el caserío mientras el mundo, por lo menos a esas horas y en aquellas tierras, a pierna suelta, dormía.
Un viejo chaquetón de marinero, con botones dorados, me defendía del río. Quería cerciorarme de que lo que pareció entreverse en los momentos que anteceden al sueño tenía en verdad algo que ver con las voces y los árboles donde Beverly solía ocultarse. Me miraba a mí mismo, del pecho a los pies. Me reconocía vestido y aceptaba libremente que bajo las sábanas, unos cuantos segundos o minutos atrás, me había desprovisto de todo ropaje, y sólo me empeñaba en corroborar el dato sugerido en el fondo infinito de mis ojos cerrados y la nuca hundida en la almohada. Acariciaba el presentimiento revelado en ese instante en que todo control se escapa suave, dulcemente hacia la oscuridad. Quería cotejarlo, guardármelo para no compartirlo con nadie, pero sólo en la medida en que la sensación de jugar con cada una de mis visiones al empezar a dormirme significara la repetición incesante de mi más íntima y desvanecente historia, el mismo reiterado relato desde el principio, el súbito recuento de todas las cosas que viví o creí vivir desde niño y que en ese preciso momento parecían concentrarse en la perdidiza silueta de Beverly cuando corría en la playa o abría las piernas, enmudecida, junto a los baños de aguas sulfurosas.
Sentía el olor a encierro del cuarto debajo del chaquetón. Oía aún la puerta rechinante en la azotea; el cuarto se limpiaba con el viento... Me senté a fumar en el primer tronco que vi, luego de abrocharme el chaquetón y palpar las iniciales del nombre de mi padre en los botones dorados. En un cierto momento olvidé mi búsqueda de Beverly. Tuve la sensación de que mi padre pasaba nuevamente frente a mí, por el mismo sendero del barranco, como un aparecido. Antes de que se perdiera por la bajada lo había visto clavar con un martillo los números de lámina sobre la fachada de la casa: enmendaba sumiso cualquier desarreglo, se hacía su propia comida, cambiaba el agua a los frascos de aceitunas a punto de curtirse, sacaba con una cuerda el gato ahogado en el retrete, y luego se iba cuesta abajo con sus pasos apurados, metido en su chaquetón. Marineros y taxis rodeaban la casa de la colina en las afueras de Tijuana. La noche en que mi padre se perdió de vista, me acuclillé en el suelo: vi la barda pintada de amarillo y blanco, los tabiques alineados que sostenían las rejas, y divisé entre ellas los hierbajos dispersos en el patio, el olivo sucio y las aceitunas negras, babosas, pisoteadas en el suelo.
Siempre me había seducido la idea de enfilar hacia los aledaños prohibidos de la ciudad, pero en aquel momento me mantuve inmóvil sobre el tronco, a solas, con la tentación de vagar por los mismos senderos que había recorrido mi padre. Sentado en el tronco, fumando, los brazos restregando la pechera abotonada, miraba las lomas y la casita de lámina cercana a la vía. El tren carguero corría y penetraba las colinas desapareciendo, como si lo tragara la composición geológica de los cerros. Caminé hacia el barranco y me sabía más seguro, más tranquilo, al comprobar que nadie intentaba verme a esas horas. El camino polvoso concluía en la caseta de lámina. Avancé arrojando piedras contra los terrones resquebrajados en las orillas secas del río. La caseta y los tanques de aceite adquirían una forma cada vez más concreta. Lancé una piedra y no respondió nadie. Dentro de la caseta se arrumbaban fierros oxidados; en la pared, en el lugar de la estufa, se levantaba una mancha de madera quemada y, a lo alto, colgaba la mugrienta gorra del guardagujas. El suelo brillaba ennegrecido por el aceite. Al oscurecer totalmente reincidió en mí la urgencia de volver a tener a Beverly conmigo. Difícilmente podía deshacerme de la sospecha de que se ocultaba en algún lugar cercano, pero, con todo y eso, logré calmarme. Crucé los brazos y sentí mi cuerpo caliente; me toqué una a una las costillas, las caderas y, ovillado en uno de los rincones, me contemplé los dedos de los pies. No me inquietaba la oscuridad ni las láminas rechinantes. Nadie me espiaba, nadie ni Beverly: permanecí largo rato con la vista fija en las extremidades velludas de mi cuerpo. Sentí helarme. Me regocijaba en el frío silencio de la caseta. Recorrí al vía de regreso. Ningún ruido. No aparecía ningún reflector, ningún tren. Equilibrándome en la vía alcé los brazos como alas. Miré a un costado y una mujer con los muslos de fuera pisaba una charca: Beverly se reclinaba sobre la hierba, extendida como una estatua de hierro. Me ofrecía un billete de diez dólares, luego un caramelo... los dedos rozándome el antebrazo. No llevaba zapatos; dejaba caer la toalla que apenas la cubría, se quitaba las pestañas postizas, se frotaba los pies arrugados por el agua. Y al descender por la breve pendiente del camino, me ordenaba:
—Vístete de griego, de guerrero.
Me puse encima una coraza de hojalata.
—Quítate los zapatos.
Arrojé a un lado los zapatos.
—¡Qué maravilloso sería tener unas zapatillas doradas!
—...
—Te oigo los latidos del pecho: son las burbujas del corazón.
La alcé en brazos. La recosté sobre la hierba, entre los geranios. Beverly sonreía cada vez menos, tierna, tibia y luego... helada. Ya no estaba conmigo.
La pesadumbre y el grueso chaquetón de marinero me maniataban al suelo frente al pequeño valle iluminado. Apenas unos ruidos distantes reavivaban de alguna manera la presencia de la ciudad. La casona sobresalía blanca entre los pirules. Me levanté el cuello y las solapas del chaquetón al empezar a alejarme más y más de aquella visión. Árboles y huertas desaparecían al mismo tiempo en que me ponía a caminar por debajo del terraplén rumbo al cerro porque allá arriba, en la punta del cerro, podía sentirme más cerca de los aviones.

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