Monday, April 10, 2006

 


5

Manchones, afloramientos, fajas estrechas separaban a la ciudad del océano. Las dunas se formaban por la reunión de numerosas lenguas de arena. Por el lado del mar abundaba la tierra movediza, sin vegetación. Hacia el acantilado y las laderas, nacían arbustos y hierba. Un viento dominante arreciaba en la noche y se acumulaba arena y arena. El oleaje castigaba las dunas y se notaba que su evolución y forma dependían del viento y la humedad. Pequeños granos de fósiles se pegaban a los pies.
La avioneta resbalaba suavemente sobre la pista de aterrizaje improvisada en la playa. Las tres patas de la Piper Comanche se hundían en la arena plana y mojada chispeando. Beverly piloteaba la avioneta. Luego despegaba y desaparecía. Al principio sólo permanecía allí durante el fin de semana. Evitaba el mar y prefería caminar por las dunas, los médanos costeros transversales, paralelos y próximos a la playa, enterrando los pies. Aquella condición del terreno parecía atraerle.
Desde el acantilado, al amanecer, podía ver con más claridad la pequeña Piper estacionada junto a uno de los búngalos. Sobresalía atada con cuerdas a una roca, la cabina cubierta con una lona. El viento la agitaba ligeramente. Así, desde lejos, tuve ocasión de verla una vez más y más a menudo. La veía entrar en el búngalo, salir a la playa, volver para encerrarse todo un fin de semana o acercarse a la avioneta, calentar los motores, y desaparecer. Llegaba el día menos previsto y nada indicaba cierta periodicidad en sus viajes. Lo único evidente era que aquel búngalo era su casa. Tenía una manera de ocuparlo y abandonarlo que a nadie se le hubiera ocurrido tomarla por una extraña. Aún no le daba ningún nombre, pero por lo pronto me bastaba saber que allí vivía, y que a veces podía ausentarse media tarde o un par de horas. Me satisfacía comprobar que era tan alta como la vi siempre, delgada, que caminaba sin ganas, que dormía mañanas enteras, a veces diez horas, que se untaba aceite de coco cuando se recostaba en la playa. Imaginaba que de tocarla en la noche sentiría aún el sol en su piel tibia, sus orejas, sus labios al besarme, y que juntos correríamos o flotaríamos en el mar espeso. Aunque durante aquella primera etapa de mi acercamiento ella seguía siendo un ser anónimo, distante e inaccesible, al que me limitaba a contemplar, me sentí viviendo con ella.

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