Sunday, April 09, 2006

 

12

Traían en la espalda bordado el dibujo de un caballo alado que saltaba entre las nubes junto a las letras Pegasos. Sólo en excepcionales ocasiones se quitaban sus chamarras rojas con mangas blancas de cuero, como cuando montaban los hombros del sátiro de la fuente que echaba agua por la boca o estaban tendidos secándose al sol, cínicos intrusos, dueños únicos de la alberca de Agua Caliente. Uno de ellos volaba desde el trampolín extendiendo los brazos y caía sin salpicar una sola gota sobre la superficie verdosa de la piscina. Se lanzaba de nuevo y repetía el crucifijo fabuloso al hundirse en el aire. En el instante en que desaparecía bajo el agua me levanté impulsivamente y caminé en dirección del trampolín. Tomé con ambas manos los barandales de la escalera y empecé a subir muy orondo, exhibiendo mi flaca y encorvada musculatura y mi calzón de baño anaranjado. Aseguré el elástico de la cintura y miré hacia abajo: pequeñuelos, enanos, insignificantes hormigas, bestias somnolientas echadas sobre el césped, los pegasos guardaban silencio y miraban incrédulos cómo yo, tranquilo, dominaba la plataforma mayor. Estaban despatarrados bajo el sol, unos en las bancas, otros jugando o lamiendo paletas de hielo cerca de las palmeras. Todos ellos de panza o bocarriba. El que había hecho el salto espectacular ya había salido del agua y empezaba a secarse con cuanta toalla encontraba a su paso, desafiante. Una hilera de clavadistas esperaba turno en el trampolín inmediato inferior desde el que se lanzó uno de los pegasos... Y un instante después iba volando por los aires extendiendo los brazos como Cristo en la cruz, pero de repente di vueltas, sentí los pies arriba, la boca abajo, la cintura arqueada, y el bloque de agua verdosa se vino de golpe en contra mía. Quienes estaban recostados en el pasto se levantaron rápido para no perderse ni un solo detalle, ni una oportunidad de mofarse, con la sonrisa y la baba a medias, y luego la carcajada total y estruendosa. Y yo a punto de mojarlos a todos, a medio salir del agua, con el gesto despreocupado y la piel de las piernas enrojecida, foco de la atención pública en medio de la piscina del excasino, sin ánimo ni fuerzas para levantar los brazos. Apenas alcancé la orilla de mosaicos. Al erguirme en el borde resbaladizo y empezar a caminar caí de espaldas, pegué con la nuca en el suelo, y el dolor de la cabeza parecía vertírseme por la nariz. Sentí semihundido el tabique nasal y la espalda ardiente. Me enjugué el pelo, me lo sequé con una camisa cualquiera que encontré en el primer escaño de la escalera donde me senté. Una nube cubrió parte del sol y sentí escalofríos. Instantáneamente me puse de pie y caminé de nuevo rumbo al trampolín. Pero alguien me detuvo a tiempo, de los hombros, y me jaló con los dos brazos para sentarme afectuosamente en el escaño otra vez. Alguien más me frotó la nuca. Me dieron a oler alcohol y minutos más tarde estaba poniéndome la camisa sin camiseta, los pantalones sobre el calzón de baño mojado, e iba, sin peinarme, los ojos irritados, caminando sobre la vía del tren y más adelante sobre la cuenca del río seco. Empecé a subir la rampa del malecón, ligeramente inclinada. A lo lejos, sobre el mar invisible, se elevó majestuosamente una columna de humo negro. Algo se incendiaba... Un bombero de capa roja y casco negro montaba su helicóptero colorado como si jineteara un caballo; llevaba como lanza de don Quijote una manguera que arrojaba a presión un chorro de agua. Volaba por encima de la nube negra, apenas se aproximaba, se hacía atrás y adelante, luego desaparecía entre las nubes que lo envolvían. Se incendiaba un barco de carga y pasajeros. Los náufragos remaban desesperados; se bajaban de sus lanchas salvavidas, brincaban al muelle, pero en lugar de muelle se extendía un enorme tapiz de plantas, dedos, y cuerpos sumergidos, como una superficie de muslos blanda, en la parte menos profunda de la costa.

—¡Corte! –gritaba alguien—. ¡Corte! Basta por hoy.

Avancé entre la multitud de actrices, actores y extras.

—Pero yo no soy extra –les dije, y caminé sobre la alfombra de dedos. Hundí los pies en el agua viscosa. El tapiz era un cuerpo de mujer, un cuerpo de espaldas que me hacía resbalar. Besaba los senos de la mujer, ella me besaba; creí que fingía, y entre los apretados labios de nosotros dos se interponía un mechón de pelo rubio y castaño.

En cuanto me ponía en contacto con ella todo se bifurcaba, todo parecía descomponerse en miles de colores y resonar en innumerables, inaudibles casi, vibraciones y ruidos. No volvía a ser el mismo. Así, sentía que pisaba con sumo cuidado las venas de la península, como si recorriera un tronco vivo y azulado, pleno de ramificaciones nerviosas, ríos, veredas, como en la distribución de los nervios espinales. Y todo esto, claro, poniendo con extremada precaución la punta de los pies para no despertar a esa protuberancia carnosa y semoviente.

Antes de llegar a mi casa vi en la calle un choque de autos. La vecina que una vez me regaló unos zapatos discutía acongojada con un policía. Miré a todo mundo sin interesarme. Entré en la casa y fui directamente a la cocina. En la mesa aún estaba el avión no terminado de armar: un esqueleto de pescado y alas de tablillas, junto al tubo de pegamento, el papel de china, los mapas de ingeniería aeronáutica. Calenté la comida de mediodía. Empezaba a oscurecer y sorbí la sopa a grandes cucharadas mientras oía calentarse el café. Vi afuera de la casa por la ventana y alguien gritaba. Volvía a ser la vecina que una vez me regaló unos zapatos de charol, y era muy hermosa. Buscaba una taza para el café cuando oí la sirena de una ambulancia que se aproximaba. El sonido zumbaba en mis oídos, aunque después iba disminuyendo gradualmente y se perdía en las faldas de las lomas por donde el tren pasaba, rugiendo, todas las noches. Y vomité.

Horas más tarde desperté. Levanté la cabeza del papel de china y alejé con el brazo las partes de los aviones semiconstruidos. Oí voces procedentes del callejón. Ya no se trataba del escándalo de la vecina. Ya nadie se ocupaba de consolarla ni de salvarla. La gente corría y murmuraba entre sí; se hablaba de la policía, de la familia de alemanes que había sido detenida. A lo largo del callejón y hacia el filo del barranco muchas mujeres y niños acudían con baldes y frascos a la casa de los alemanes. Por todo el barrio flotaba un fuerte olor a perfume. La gente colocaba botellas, botes, latas palanganas, cafeteras, y recogía el chorro de perfume que brotaba del tubo del desagüe. Varios agentes policiacos rompían garrafones en el traspatio y el líquido se deslizaba por el suelo enmosaicado e iba a dar hacia el caño que desembocaba en el callejón. El olor a perfume adulterado se difundía y empezaba a marear a los vecinos... Me quedaba viendo a las mujeres desde la ventana. Volvía a concentrarme en el avión a medio construir. Poco a poco iba oscureciendo, pero no me di cuenta del momento exacto en que se hizo de noche. Estudié el plano del Spitfire. Debía ponerle unas insignias inglesas que no tenía. Dibujé el croquis de las letras RAF venciendo de nuevo el sueño. Pensé en el espectáculo que di en la alberca del casino, y las risas de los pegasos, la caminata entre las vías del tren contando los durmientes y al margen del río seco, las ramas del pirul caído, y el hambre de esa tarde.

Mucho más noche la casa de junto empezaba a quedarse sin luz, excepto en la parte trasera. Pude ver desde la mesa cómo alguien se movía dentro de la recámara tras las persianas. Me le quedé viendo a ella, a la vecina que una vez me regaló unos zapatos. La mujer se desvestía nerviosa. Era delgada. No alcanzaba a verle el rostro. Dejé el papel y las tijeras en cualquier parte de la mesa. No podía seguir recortando ni detener el tiempo que tal vez debía aprovechar en dormir. La intrusión de la vecina hacia la parte lateral de la persiana entreabierta me apuró a apagar la luz. Y la vi. Se reflejaba desnuda en el espejo. De pronto una mano surgió de abajo, desde el marco inferior de la ventana, y ella la tomó con la suya reclinándose y desapareciendo bajo las líneas horizontales de la persiana. Imposible seguir untando papel, dando forma y puliendo las piezas de madera balsa. Divisé de nuevo la ventana de la vecina a la vez que me limpiaba el pegamento de las manos. Pero no se volvió a ver nada. A medida en que seguía con los ojos abiertos en la oscuridad se delineaban en penumbra el mantel y los recortes, las tiras de madera, las llantas de hule y plástico, los mapas de la península, las cartas de navegación aérea, los moldes trazados como proyectos de arquitecto, los aeromodelos. La caja del Spitfire evocaba en colores la batalla de Inglaterra, anunciaba en un costado la serie de Hurricanes, Mustangs, Messerschmidts, Tigersharks. Las líneas aerodinámicas del Spitfire se perdían en perspectiva junto a las del Hurricane y los Zeros japoneses, y en una de las cajas de cartón se veían varios pliegos de papel de china color canela, listos para pegarse en el armazón que había estado construyendo durante todo el verano. Veía el escuadrón de Tigres Voladores que se alineaba en el estante. Los Zeros japoneses con sus banderas del sol naciente eran mis aviones de cabecera, con sus soles amarillos y encendidos en los costados y las banderitas de barras y estrellas que el piloto samurai iba añadiendo a su récord de combate. En aquel tiempo los japoneses planeaban atravesar en submarino por debajo de la península hasta lograr ponerse a salvo y atacar por el mar de Cortés. Secretamente cavaban un túnel y el ataque definitivo sería por debajo. Torpedearían las instalaciones militares en el cañón del Colorado, en los desiertos de Arizona, y bombardearían los cuarteles de adiestramiento en Jacumba, Point Loma, las fábricas de la Boeing y la base naval de San Diego. Decían que los japoneses llegarían por tierra y por mar, que rodearían por las costas de San José del Cabo si fallaban los túneles y serían el terror del Golfo de California. En los años subsiguientes sólo comeríamos arroz. Pero más tarde el enemigo sería de signo contrario. La defensa antiaérea abatiría a tres octorreactores B—52 y a cuatro cazabombarderos Phantom F—111, de alas plegadizas. Sus tripulantes serían conducidos a la Rumorosa y fusilados de inmediato. Durante toda la noche, una sirena de alarma seguiría a la otra. Los cazabombarderos sobrevolarían a menudo a baja altura y a cada explosión se sacudiría todo el centro de la ciudad. La reanudación de los bombardeos sin embargo no lograría arrebatar a la población civil su pasmoso valor ni su calma tradicionales. Sin perder sus reflejos, niños y adultos se ubicarían ante los refugios individuales y colectivos cuando comenzara a sonar una alerta, y se introducirían en ellos en cuanto empezaran las primeras explosiones. Una bomba caería en un cine atestado de gente. La explosión y el derrumbe matarían a nueve personas y herirían a unas cien. Otras bombas dañarían el hospital civil que ya había sido bombardeado con anterioridad. En la madrugada se produciría el ataque más violento. En muchas de las casas derruidas se encontrarían fragmentos de cuerpos de mujeres y niños. Los agresores lanzarían repetidamente oleadas de aviones, inclusive B—52, a fin de arrasar muchas zonas pobladas y reventar la presa Rodríguez. La defensa antiaérea combatiría con cohetes tierra—aire. Orgullo de la aviación norteamericana, los B—52 pesarían casi 218 toneladas, y medirían 56 metros de ala a ala, 48 metros de largo y 12 de alto. Su velocidad máxima sería de 1 200 kilómetros por hora, aun cuando atacaran desde 12 000 metros de altura, y tendrían además una autonomía de vuelo de 14 000 kilómetros. Técnicos muy especializados, sus seis tripulantes jamás podrían ver los objetivos sobre los cuales dejarían caer las bombas. La nave estaría dotada de un complejo, y ultrasecreto, instrumental electrónico. Siete millones y medio de toneladas de bombas dejarían caer las estratégicas superfortalezas en el corazón de la ciudad y en las colinas que la circundan. Años más tarde los refugios antiaéreos serían una mezcla de alambre de gallinero y fierros retorcidos.

A la mañana siguiente, muy al amanecer, el callejón se veía deshabitado. Un viento seco, un cambio de presión en el ambiente, se sentía en los tímpanos y me vi de pronto metido en un taxi en dirección del aeropuerto. Como el movimiento ya no dependía de mí, pude relajarme esperanzado y me alegré de que en unas cuantas horas me encontraría de viaje. Pensaba que no era peligroso el avión, cuando el taxi se detuvo en un crucero. Vi un edificio en medio de la bruma. El chofer dio un viraje y entramos en un estacionamiento.

—Perdón, pero organizan todo para que el cliente pague; sé que es caro –dijo al cobrar.

Pagué y bajé.

—Me parece que dije al aeropuerto. Esta es una estación de autobuses –dije al chofer con energía y me subí otra vez al taxi. Un cortejo fúnebre de autos encabezados por una carroza nos cerró el paso.

—¿La conocía usted? –dijo el chofer.

—Sí –contesté—. Era la vecina. Murió anoche. Tomó barbitúricos.


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