Sunday, April 09, 2006

 
28

Mucho antes de vislumbrarse el mar entre las lomas, la arena se convierte en un tramo terso y en algunas partes rocoso. Las cavernas de roca hacen eco a las olas y entra en escena una playa larga, rectilínea. Llegamos a media noche, cuando apenas es posible ver entre las nubes bajas y esponjadas las luces rojas de los postes de alta tensión que señalan el peligro de baja altura a los aviones. Unas cuantas casas de madera y tiendas, búngalos sin pintar o corroídos por el agua salada y el sol, son los únicos rastros de vida. Sobre el terreno cortado inesperadamente al desvanecerse la brecha, nos colocamos para gozar por última vez de aquella visión. Detenemos el auto al borde del acantilado. En ese momento, Beverly descubre vagamente, sin hablar, señalándola con la mano, una carreta de dos ruedas abandonada. Durante mucho tiempo permanecemos en silencio observando el mar, la noche, las estrellas, sentados en los guardafangos del carro, y sólo nos alejamos de allí cuando Beverly se dirige corriendo hacia la carreta y la sigo. Es la meta, una especie de punto final, nada distante por cierto: basta el tiro de una piedra para alcanzarla, Beverly se aleja entre la extensión del mar por un lado y las elevaciones de arena circundante por el otro. Nos encaminamos hacia el punto de nuestra atención a través de las dunas, en pendiente, pisando la conformación de las hinchazones de arena. Una vez recostados bajo la carreta, miramos sin decir nada cómo el mar se engloba si lo vemos apoyando la mejilla contra el suelo. En otras épocas del año, esos montículos se humedecen bajo la brisa y adquieren un color pardo. La arena se oscurece y aprieta. Cualquiera podría ir dejando sus huellas enterrando los pies.
Las gaviotas se baten al eludir las lenguas de las olas. El mar desaparece y vuelve y se retira. Vuelvo a ver a Beverly recostada, horizontal, vuelvo a verla sobre la carreta sin caballos, la cabeza levemente inclinada hacia la espalda, abajo, atrás, se abriga las piernas con una frazada. El viento va dejando de ser cálido para arremeter frío y cortante. La placidez del mar se torna incierta... Yo, dueño de la mano que Beverly acaricia. Yo, su único punto de apoyo. Suelta tus frenos, sal de tu concha, zambúllete, sumérgete para que emerjas vivo, levanta el caparazón. Duermo sobre su vientre tibio, oigo a veces las contracciones de su estómago, los latidos de su corazón, y aguardamos la madrugada fresca, el golpe, la caída gradual del sol sobre nuestros ojos. De repente, nuestros rostros se igualan, nos parecemos tanto el uno al otro. La brisa pasa humedeciéndolo todo, aunque más bien flota sobre el gozo pasivo de nuestros dos cuerpos dormidos... Sus primeras palabras en español, Susi, esa es Susi, Susi se asea... Otro estado de ánimo nos hubiera impelido a arrojarnos sobre el desfiladero; una tranquilidad menos tensa, otro momento, nos hubiera sugerido la idea de dejarnos caer rodando sobre las ondulaciones de arena en declive. Los médanos nos ocultarían, nos prepararían el lecho en la profundidad del cráter y seguiríamos allá abajo somnolientos.
Me levanto. Me detengo ante las sombras que perciben mis ojos en el horizonte. Beverly yace en la carreta sin caballos, el mechón de pelo cubriéndole la frente: toca su rostro con la mano y el cabello que la envuelve la obliga a pestañear con demasiada frecuencia.
—Ponte un dedo debajo del ojo, húndelo –le digo—, y me verás dividido en dos rostros gemelos.
Corro zigzagueando por la orilla de espuma que dejan las olas. Pero antes: desciendo por la escarpadura saltando de roca en roca y llego a la parte blanda de la playa.
Alta y muda, Beverly. Muda a partir del instante en que junto conmigo emprende el camino hacia la costa. Atravesamos una montaña abierta; la apertura tiene a lo alto vestigios de un cementerio. La carretera pasa a lo largo, por debajo. Arriba, los féretros apolillados en nada disimulan los pocos restos óseos que aún quedan. Al trasponer ese preciso tramo del camino, Beverly enmudece.
Amanecemos dormidos. Despierto y bajo rumbo al mar. Beverly duerme profundamente sobre la carreta que, expuesta al salitre y al sol, se ve más seca que nunca y resquebrajante. Me quito los zapatos. Chapoteo en la arena. Correteo sin sortear la acometida fría de la espuma a mis pies. No retrocedo. Oigo gritos ahogados a mis espaldas, procedentes del acantilado. Después de dos o tres pasos, me vuelvo corriendo, agitado, y en cuanto empiezo a acercarme descubro que parte de la carreta ha sido tragada entre el agua y las rocas. No se ve a Beverly por ninguna parte. Veo, busco, y vuelvo sobre mis pasos exaltado. Corro sobre la superficie plana y pido a gritos ayuda. A lo lejos, por una vereda de piedras, retorna el salvavidas luego de haber cumplido ostentosamente con otro rescate. Le grito, pero no alcanza a oírme. Detrás de una fogata encendida en una llanta de hule, un grupo de personas admira la actuación de las focas. Entro en el agua que me llega a las rodillas y tomo del hombro a la mujer más apartada del grupo.
—Si muero, ¿qué pensará de mí?
La mujer no puede contener la risa. Presenta la cara instantáneamente, hace una mueca invitándome. Sonrío y le explico con las manos, en derredor del escándalo entusiasta que anima al espectáculo, que por el momento me es imposible participar.
—Necesito una grúa –le suplico.
Los demás miembros del público no responden a mis palmadas. Dentro del círculo de brazos y manos entrelazados se yergue la figura de una foca férrea y de piel húmeda; adquiere de pronto la forma de una gran estatua recién vaciada; después viste las ropas multicolores de un polichinela y luego una pesada capa negra que la enrolla. La foca se alza echándose el capote sobre el pecho, altiva, mole negra, hierro quemado y dulce. De rodillas, contra la arena y el agua que cubren la superficie metálica, siento mi lengua agridulce. Lamo los brazos de la foca. Dulce, dulcemente juego mi lengua en los pliegues de la capa. La gigante sigue erguida, fija en su pedestal, impermeable al rocío de las olas. La foca tiene dos veces la estatura de un hombre mediano y un niño se le monta en la nuca. El niño sostiene una naranja en la mano y la ofrece extendiendo el brazo hacia enfrente. Niño y foca son partes de una misma pieza. Prolongación del hombro de la foca, los dedos de la mano palmeados, el cuerpo en forma de pez, la cabeza y el cuello como de perro, cubierto de pelo gris, ralo y empapado, el niño forma parte asimismo del seno derecho y ambos están envueltos por una piel velluda y brillante y fina. Húmedos. Así, el niño se contorsiona por dentro de la foca mayor, o la foca mueve su hombro derecho. Hombres y mujeres se toman de la mano. Bailan y cantan alrededor:

Naranja dulce limón partido
dame un abrazo que yo te pido...

Una de las mujeres amenaza con invitarme. Me llevo las manos a la boca. Me las paso por la frente sudada. Miro hacia atrás: una grúa extrae la carreta, la carreta liviana y sin pegasos, las ruedas enmohecidas mojadas. Beverly: el pelo escurriéndole y muy oscuro y castaño sobre la cara emerge cubierta de algas y trozos de venda. La grúa coloca su cuerpo sobre un manto de gasa y una vez que queda tendida de nuevo en la carreta yo seco su cara con una toalla y de la cadena que pende de la grúa caen unos geranios. Beverly abre los ojos sin verme. Extiendo la mano separando los dedos, los abanico frente a sus ojos. Muevo mi cuerpo, muevo de un lado a otro mi cara. Beverly no me sigue con la vista. Sus ojos se dirigen hacia un punto intermedio situado en alguna parte imprecisa del cielo de la noche.
Cuando el sol ya está definitivamente a lo alto, guardo en el carro las pertenencias de Beverly.
—Yo manejo –le digo—. Tú duérmete.
No menos enmudecida que antes la llevo conmigo, a mi lado, siempre junto a mí, como una parte de mi cuerpo que se niega a desprenderse. Parece dormitar caída contra mi hombro derecho cuando salimos de la brecha y tomamos la carretera principal de la región. Bordeamos la costa por la nueva autopista. Eludimos el retorno a la ciudad al seguir la calle que corre paralela a la alta alambrada de la línea internacional por el rumbo de la Puerta Blanca. Muy pocos autos hacen fila a esas horas. El oficial de migración me pide mis documentos y le exhibo la mica de pase. Me exige los de Beverly. Le informo que ahora duerme. En una fracción de segundo, o tal vez en menos tiempo, la vuelvo a ver a mi lado y reincide dentro de mí el momento inmediatamente anterior cuando conducía por el camino de la costa viendo cómo la playa y el mar abombado se iban hacia atrás en el espejo retrovisor. El oficial no me deja constatar mi presentimiento al exigirme de nuevo el pasaporte de Beverly. Me grita que la despierte. Le respondo que está enferma. Insiste en hablarle. Le toca el brazo, pero Beverly no reacciona. Siento que algo me humedece el pantalón. Aprieto los ojos para deshacerme de la imagen de un muslo ensangrentado que surge en la oscuridad instantánea de mis ojos cerrados. Así, con los párpados contraídos, palpo mis piernas y el muslo contiguo de Beverly. El brusco aventón del oficial contra el hombro de Beverly me despabila. El cuerpo de Beverly cae de golpe hacia el lado de la ventana derecha y la sangre está allí abajo en su entrepierna, esparcida y fresca. En mis manos. No vuelvo a tocar nada. No vuelvo a tomar el volante. Permanezco con las manos extendidas y paralizadas. Pálida, tiesa, Beverly yace allí a mi lado, sin respirar.

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