Sunday, April 09, 2006

 
27
Beverly dormía sobre mi hombro cuando irrumpimos en la autopista principal de la región. La carretera entraba por debajo del volante, bajo las dos ruedas delanteras. Por el espejo retrovisor el mar y la playa se perdían empequeñeciéndose paulatinamente hacia atrás. Nadie hubiera sospechado a esas horas la condición gélida de la corriente de Alaska.
Las tardes en la costa son frías, heladas como el Pacífico, sordas como la corriente que pasa a un costado de la península hasta caer en curva frente a la bahía de Sebastián Vizcaíno. Desde los campos de tomate, más allá de la planicie desértica, saltan las montañas por un lado, las crestas nevadas de San Pedro Mártir y el mar blanco azul espumoso que está allá lejos. En ciertas épocas del año desfilan los grandes navíos cargueros pegándose a la costa, pero pronto se pierden. Sólo muy de vez en cuando, cada dos o tres años, aparece el mismo barco francés para abandonar el océano más tarde por el canal de Panamá y saluda con tres cañonazos de alarma. Un pasajero de la cubierta hace señas, me ofrece de su botella y parece decir: ¡Acantilados! La costa de Baja California, gigantescos pináculos; imágenes de aridez y desolación sobre las que el corazón se arroja y desgarra eternamente...
*
La Piper Comanche revoloteaba en el cielo. Beverly dormía o enmudecía, débil. No hablábamos. Cuando la parte lisa de la playa se esparcía en forma de arrecifes o espuma, la tierra de los desfiladeros se volvía negra. Allí, entre la carretera que bordea la costa y el mar, nacían los médanos, pequeñas, suaves elevaciones de arena bañadas por la brisa.
Llegamos a la playa al amanecer, justo en el instante en que brumosamente las ondulaciones de arena mostraban con más movimiento sus formas cambiantes. Había conducido hasta entonces el auto como si yo formara parte de la máquina o fuera sus ojos, sus ojos o mis ojos embelesados, a través de los caminos tortuosos que se desprenden de la autopista. Guiaba tranquilamente, sintiendo la proximidad del mar y a mi lado el cuerpo de Beverly. Seguía a los demás automóviles contra la repentina lluvia que pronto cundió como una niebla espesa en la madrugada, y tuve que reencontrar el camino buscando la línea blanca que dividía el asfalto. La neblina, pesada, reducía nuestra visibilidad a cero. No se distinguía nada diez metros al frente. Los carros debían correr al azar por el pavimento llovido, a ciegas. Torpes, perseguíamos el camino sinuoso y solitario y la visibilidad seguía siendo prácticamente nula. Abrí la ventanilla, saqué la cabeza y cogí la parte izquierda del volante con la mano derecha, la cara de fuera contra el viento, los ojos clavados en la cinta blanca que empecé a iluminar con el reflector amarillo.
—Tengo un sueño terrible –decía Beverly—.Deberías manejar con cuidado.
Apenas escuchaba sus palabras. Trataba de hablarme para que el sueño no me venciera, para que no me cegaran mis propios párpados.
—Duérmete –le dije.
Empezaba a amanecer.
No había duda de que el rumbo era el de los médanos, arenas un poco movedizas, páramos aislados y blancos, montones de arena muy fina y a flor de agua. Y a un lado de ese conjunto natural –cielo, marismas, nubes, playa—, hizo su aparición el primer espécimen vitoreado por mujeres escandalosas y hombres inermes. Una avioneta circulaba en el cielo. De la curva donde la playa se extraviaba, emergió un hombre alto y fuerte: un salvavidas. Ya en tierra firme, despojándose de las aletas, el hombre alto hacía un 4 sosteniéndose en un solo pie. Llevaba un calzón de baño anaranjado y arrojó al suelo la escafandra. Los puntos negros en el lado derecho de la playa eran los espectadores o las focas. La silueta que empezaba a desplazarse hacia la zona rocosa era la figura del hombre rana que continuaba caminando con el par de aletas en la mano. Esa disposición de cosas y personas fue la que apareció por primera vez ante nuestros ojos. Beverly y yo presenciábamos la escena desde arriba del borde, sentados en los guardafangos del auto. Los bañistas aclamaban al salvavidas, aplaudían al héroe. Se aglomeraban en torno al espectáculo de las focas. Venían muchas. Los concurrentes se hacinaban cada vez más cerca de los ejemplares marinos; cerraban círculo. La foca mayor aleteaba como un ser mutilado, como un tronco de hombre que apenas se impulsara sobre sus muñones. Las protuberancias superiores –alas, aletas, palmas gelatinosas— brillaban al contacto de piedrecillas, trozos de mica, espuma. Hombres y mujeres se abrazaban cantando, correteaban, saltaban, se echaban al suelo. A pesar de la oscuridad en aumento, volvió a aparecer el salvador de vidas y, de una manera natural, espontánea, brotó de nuevo el estallido de aplausos y vivas, la ovación, que él desatendía fríamente: aquella tarde había rescatado del mar a la mujer que envuelta en una manta dormía dentro de una tienda de campaña muy lejos de la multitud. Con desgano, el hombre alto se confundió entre los grupos de bañistas y se dispuso a participar en la lunada como cualquier otro.
Tomados de la mano, como un monstruo de cuatro patas, nos internamos por la vereda que conducía a la playa. Fuimos a ver a las focas, Beverly, ¿recuerdas?
—Sí –me diría, tranquila, siempre a mi lado—. Ahora todo me parece menos confuso.
Beverly: la piel brillante, endurecida, más marcados que antes los pómulos. Retroceder, volver sobre nuestros pasos. Tierras arcillosas y promontorios de arena establecen el límite entre la playa y nuestro punto de observación. El viento seco nos amodorra. Ponemos la mano en visera para discernir los elementos dispersos del grupo distante que cada vez más difuso, cada vez más silencioso, se mueve en círculos sobre la playa. En cierta forma el acantilado se une por amontonamientos de cascajo a unos cuantos metros de nosotros. El clima salado nos envuelve entre limos, planicies, aguas llovedizas. Desde el abismo de rocas y agua estancada, sobrenadando, las lobas marinas emiten ladridos inocentes, juguetones. Poco a poco sus sonidos establecen frecuencias, alusiones, voces antiguas, signos cifrados, palabras, leyendas incomprensibles. Son estos maullidos, Beverly, son estos gatos que siento en las entrañas, este clima seco del mar, estas franjas delineadas por el flujo de la marea, caletas, arrecifes, dársenas, caletillas, escasa vegetación marítima, algas, plantas acuosas, rastrojos, esferas vegetales gelatinosas reventadas, el ir y venir de las olas en la resaca, la vida submarina y los esteros, el olor a marisco y el sueño pesado, profundo, en las dunas... sólo quiero preservar los hilos de esto que provisionalmente llamamos... ¿cómo lo llamamos? Quisiera interesarme, recuperar al menos la curiosidad por lo desconocido.
—No quiero hacerte daño, vivimos en mundos divididos, distintos... no, no entenderías...
Beverly alta interminable echada sobre la arena inaccesible ausente, su cintura que suena como pintura como amargura, el pelo húmedo rubio y castaño caído de Beverly contra el camino que ve a la distancia, rápidos instantáneos movimientos de su cabeza arrojando el pelo hacia atrás.
La carretera que lleva al mar, la que conduce a los bultos de arena: brecha sinuosa después de cinco horas al volante: los riñones hinchados, una pierna dormida. Matorrales aquí y allá indican la brecha más corta, el atajo más recto, y ocultan la planicie desértica que hacia el centro de la península sube a la cordillera. Horas antes habíamos pasado a moderada velocidad frente a un autocinema y sólo empezamos a percibir el aire yodado del mar después de recorrer, ya en inmutable línea recta, el bulevar Agua Caliente y enfilar hacia las colinas que se van interponiendo entre las más recientes colonias de la ciudad y los malecones. Al reincidir en uno de los recorridos por el viejo casino, una vez más, una última vez, nos opusimos a reconocer como tales los patios de la escuela y la muchedumbre juvenil que sustituyeron a través de los años la frivolidad y la elegancia de otras décadas. Hicimos la última inspección a nuestra manera, pudimos poner cada cosa en su sitio: las campanas en la torre, los naipes en las mesas, las fichas en las ruletas, las redes en las canchas de tenis, las lámparas en el Salón de Oro, las charolas y los vinos en el comedor principal, los autos ordenados perpendicularmente contra las banquetas, y reconocimos los mismos árboles, las mismas habitaciones del hotel que como siempre encontraban su continuidad a través de tornasoladas alfombras y profundos pasillos, entre máquinas traganíqueles, cajas recibidoras y pagadoras hasta los salones de juego subterráneos. Por aquellos corredores se escabullía mi padre, escapaba del continuo, taladrante zumbido de su oficina de telégrafos y caminaba de un lugar a otro, de una mesa a otra, de una máquina a otra, haciendo lo posible por perder pronto, como un jugador enamorado, las pocas monedas con las que jugueteaba en un puño. Vestía muy bien. Nadie se hubiera atrevido a dudarlo; siempre de corbata, con chaleco del mismo color que el saco sport, color perla, color tabaco, color vino, zapatos blancos como de Scott Fitzgerald. Tenía un grano junto a la nariz aguileña, y el pelo muy lacio y muy negro. A lo lejos, entre paredes demolidas y una palmera que apenas se sostenía, la alberca del casino era un hoyo mayúsculo como los que causan los bombardeos; los mosaicos habían sido arrancados y la herrumbre de las calderas apenas se distinguía de los escombros y el lodo. El tablón del trampolín servía de puente entre una zanja y otra. Circulamos sin bajar del auto por las ruinas centrales del casino antes de abandonarlo para siempre por la rampa del hipódromo y los secos campos de golf del club Campestre. Pasamos frente al hospital civil, blanco, macabro; entramos en la carretera esquivando los cementerios y los deshuesaderos de automóviles. Como un campo militar de la postguerra, sin guardia ni público a la vista, surgió a lo alto de la meseta el aeródromo de taxis voladores. Los restos del trimotor yacían arrumbados a la entrada de los hangares y, en canchas de arcilla deslindadas por cercas de alambre, la parte norte del pequeño aeropuerto cancelado contrastaba cada vez más acentuadamente con los terrenos baldíos de las afueras. Poco tiempo después ascendíamos por la breve subida de la Misión del Sol. Las cruces del cementerio y el nudo de autopistas que se resolvía varias veces en una vertiginosa cinta de Moebio cubrían a medias los hoteles de paso. Hombres a pie, taxis amarillos y otros carros, salían en fila india de los estacionamientos. Sin ningún tramo de continuidad aparente, el camino inmediato a la playa se hundía hacia el fondo de una hondonada que abruptamente se descomponía en los acantilados. Conchas, escollos, corales, tajadas mordisqueadas de sandía sobre la espuma, latas vacías de cerveza, zapatos viejos, algas y rastrojos, marcaban la zona inmediata entre la tierra y el mar.

* Malcolm Lowry

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