Sunday, April 09, 2006

 
26

Había unas rejas a mi alrededor. Tuvieron lugar varios interrogatorios. Alguien quiso atribuirnos tratos con los hospitales clandestinos de la ciudad y con una clínica rodante, remolcada por un auto, que recogía a sus clientes en la lejanía de las carreteras. Se pretendió relacionarnos con la casa de un rancho que también había sido señalada. Se me sometió a careos con gente desconocida, médicos extranjeros y mexicanos. Vi rostros y manos temblorosas, ojos codiciosos, oficinas judiciales. De un perchero colgaba un chaleco antibalas. Dentro de una vitrina se alineaban rifles y metralletas, pavonadas. Aparentemente el cuerpo de Beverly fue reclamado por alguien y transportado a San Francisco.
No se me pudo asociar criminalmente con nadie y reiteré que nos habíamos arreglado con personas anónimas, que había sido en un sanatorio improvisado cuyas características y ubicación no recordaba, y que los nombres que dimos eran falsos. Me despojaron del cinturón y de las agujetas de los zapatos. Dormí en una losa de mármol muy helada que tenía las dimensiones de una tumba, con el antebrazo en la nuca. Poco después del amanecer me pasaron por la reja un cazo de aluminio con caldo de res muy caliente; era una taza de cantimplora militar que no podía sostener sin quemarme las manos. Dejé enfriarlo un poco y empecé a sentir menos frío a medida que terminaba de sorber el líquido: me atravesaba la garganta y se deslizaba por el esófago, única parte hirviente de mi cuerpo; el resto eran huesos helados y tiritantes. Beverly no estaba; tampoco la anciana de pañoleta que nos traía tripas y sesos del rastro en una carretilla hecha con un cajón de refrescos. La vieja asistía todas las mañanas al matadero y se hacía regalar hígados, riñones, trozos de carne, patas de cerdo, con el fin de venderlos por su cuenta de casa en casa o regalarlos. Los hígados negros, a punto de secarse, destacaban entre otras carnes puestas en la carretilla y rodeadas de moscas; a veces quedaban horas enteras en el patio cuando la anciana, maloliente, sudada y sin lavarse después del diario y asoleado manejo de vísceras, se ocupaba de tomar café o de hornear uno de aquellos jugosos pedazos en compañía de mi madre. Mientras charlaban en la cocina, mi padre clavaba unos números de lámina sobre la fachada de la casa: 742; luego fumaba en el patio, nervioso, y de pronto, cuidando de que nadie lo viera, tomaba camino cuesta abajo rumbo al pirul caído; se alejaba hacia la cuenca seca del río con su peculiar manera de fijar con energía los tacones en el suelo como si llevara mucha prisa o no bastaran las cejas contraídas para hacerlo parecer preocupado y grave, como si todos aquellos gestos no fueran del todo convincentes para disimular que en el fondo se sentía pavorosamente solo y desvalido. Se echaba a andar y después se ponía caminando el chaquetón azul marino que llevaba en los brazos, como piloto del Escuadrón 201 que salía de los hangares al avión, y así, sin su habitual traje negro y su eterna corbata, se escabullía de la casa, trataba de pasar inadvertido; se perdía de vista y nadie reparaba en su ausencia. Marineros en taxis descendían de la brecha de la colina, bajaban frente a los balnearios de aguas sulfurosas en las afueras de la ciudad, y justamente rumbo a aquella zona mi padre huía al atardecer.
Cuando los trajes cruzados empezaron a pasar de moda y el cónsul mexicano en San Diego le dio como regalo una media docena de ellos, me dijo mientras se rasuraba ante el espejo:
—Ya tengo novia.
No dijo más. Siguió buscando una camisa crema o amarilla que hiciera juego con el traje marrón que para él, nadie podría adivinarlo, era un estreno.
Volvió a desaparecer otra noche, días enteros, uno, dos días transcurrieron sin saber de él. Una tarde que salí de la casa en la bicicleta miré que a lo lejos mi padre venía caminando en contra mía. Me detuve. Puso sus manos en los manubrios, sin hablar y mirándome. No pude decirle nada. Volvió sobre sus pasos y no regresó a casa hasta las cuatro de la mañana. Tocó la ventana. Me despertó a gritos, la voz pastosa, alcohólica, llena de furia y llanto.
—Papá...
Abrí la puerta y lo dejé entrar. Lo vi arrancarse la corbata y arrojar el traje, el traje negro de siempre, usado, muchas veces planchado, brilloso, sobre el sofá, y meterse desnudo en la cama. Roncaba, la barba prematuramente blanca, dejaba el rostro fuera de la manta enrollada en su cuerpo largo, como un cadáver, allí en esa cama a mi lado. Escuchaba sus estertores que hedían a nicotina. Roncaba, y su cara dejaba escapar de vez en cuando gestos involuntarios en los pómulos, moviendo la nariz afiladísima, aguileñísima, como la de un cóndor moquiento. Impreparado, sin saber qué hacer, inventándose seguridades, sentimental y sumiso, agresivo y discreto, desconfiado, triste, tierno, suspicaz, con todo su odio y amor reprimidos, con hambre, sin trabajo, bueno para nada. Y pienso en él una y otra vez cuando lo vi salir de una tienda con un saco de pana desteñido, los pantalones sin raya, sin camisa, y en la mano una bolsa de red llena de naranjas y plátanos; le daba enormes mordidas a una manzana como si no hubiera comido en cinco días, como si le empezara a doler el esternón, sin ganas de saludar a nadie ni hablar con nadie.
Hay un día, un domingo en la mañana, en que lo vi recostado sobre el sofá, despatarrado, mal afeitado y metido en un abrigo largo, grueso, aunque no hacía frío ni calor; afuera el sol estaba radiante. En la mesa de centro, sobre periódicos viejos y revistas mal apiladas, había un vaso con jugo de toronja. Abajo estaban sus zapatos. Cruzaba la pierna al sentarse y el sombrero verde pálido, aterciopelado, de ala ancha, se le encajaba de manera grotesca. El bigote azanahoriado. Parecía payaso, un pimpinela fatigado después de la función. Tenía en los labios un cigarro y se buscaba cerillos en la camisa. Me mostraba sus piernas varicosas y me hablaba de su úlcera. Se acuclillaba de pronto en el sillón, junto a la cama, poniendo el mentón sobre las rodillas. Quería verse fijamente la punta de los pies. Tenía el rostro chupado, el cráneo sedoso y ralo, los hombros caídos y la espalda arqueada. Había un bote lleno de agua y allí, con los dedos en pinza, iba dejando caer las colillas. Sobre la mesa se veían panes mordisqueados, azúcar regada, tazas y residuos de café con leche. De una de las paredes colgaba una trompeta hecha con un claxon de automóvil cuya boquilla procedía de un carrete de madera. También descollaba en la repisa de la cama una imagen de la Virgen del Carmen con el niño dios en los brazos, y tarjetas postales, recortes de periódico, una foto de la torre de Agua Caliente, recetas médicas enganchadas en un alambre filudo. En una caja de cartón iba coleccionando frascos de pastillas y ampolletas desechadas. Corrió las cortinas y no volvió a salir a la calle. Se fue deshaciendo poco a poco, desgastando hasta que se le notaban los huesos; se le adivinaban las coyunturas del cráneo bajo la piel. Los ojos se le hundían. A medida que adelgazaba se alargaba más y parecía caminar menos erguido y más lento. Se puso a esperar la muerte, sin prisa, con cierta alegría y reconfortante indiferencia, sin hacer ningún esfuerzo por precipitarla. Se agachaba sobre la cama y día con día, de un año a otro, se fue quedando callado.



















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