Sunday, April 09, 2006

 

24

En un momento, de la noche a la mañana, cambia el mundo. Todo se sale de su sitio y vuelve extraño. Todo me da igual. A veces lo único que me interesa realmente es comer y dormir, dormir mucho y creer que la noche aquella, cuando sobre la playa aterrizó la avioneta, en realidad la oscuridad nos impedía vernos las caras y reconocernos presas del pánico y de la incertidumbre. La tarde que acababa de desvanecerse nos redimió de toda culpa y esperamos que bajara el hombre del maletín y el piloto ocultara la avioneta a un lado de la pista mal iluminada, en el hangar improvisado con tela de alambre y lonas.
Voy al encuentro del hombre que acaba de descender del aparato y hablamos en inglés. El hombre lleva una gabardina negra arrugada. Le abro la puerta del búngalo y lo conduzco al cuarto de Beverly. Los dejo solos. Salgo y camino hacia arriba de los acantilados sin dejar de ver la luz tenue del búngalo. Dejo pasar las horas y me siento en una carreta abandonada. El mar, oscurecido, parece tranquilizarse. Sé que está frío: la corriente de Alaska cae congelando las costas de Baja California; ni siquiera por la luz lunar puede distinguirse la línea que lo definiría contra el fondo; una especie de niebla negra lo confunde con la prolongación del cielo. Las pequeñas luces de un barco pesquero se desplazan intermitentemente hacia al sur; luego se pierden. Siento la brisa aumentar y venir hacia mí. Me mueve el frío y la sensación de que han transcurrido más de dos horas. Estoy viendo después la luz encendida en el cuarto de Beverly. El hombre separa la cortina buscándome en la oscuridad. Al acercarme al búngalo veo que ha entreabierto la puerta de entrada; parece hacer una seña al piloto de la avioneta como quien llama a su chofer. No le pregunto nada. Lleva en su cara la misma expresión profesional y seca que tenía al llegar; ningún rasgo de satisfacción o desaliento cruza su frente. Las arrugas leves denotan más bien mal humor. Le entrego el dinero y voy de inmediato al cuarto de Beverly. Junto a ella (adormecida, débil) se encuentra una olla con agua caliente. Huelo las sábanas húmedas de alcohol. Oigo la avioneta despegar en la playa, rugir, el zumbido va deshaciéndose, aminorando poco a poco hasta extinguirse más allá de las serranías de la Rumorosa. Esa noche dejo dormir a Beverly sin decirle nada, sentado junto a su cama. Cuando despierta el cuarto está limpio. He quitado la olla de agua helada y arrojado metros adentro de la playa los utensilios quirúrgicos utilizados por el médico. El agua salada del mar no ha bastado para eliminar del todo el fuerte olor a amoniaco que el manejo de trastos y toallas húmedas me ha impregnado en las manos. Trato de olvidar mis pláticas anteriores con Beverly, trato de aceptar que no hay vida antes del primer mes, que no tiene nada de malo, que es una irresponsabilidad tener un hijo en las actuales circunstancias. Beverly se incorpora con cuidado y me habla. Me mira. Me mira pero no estoy seguro de que quiera decirme algo. No está asustada. Yo he sido quien no ha dejado de tener miedo. No he podido dormir. He creído que alguien nos espiaba. En realidad ver el mar y tratar de aquietar mis pensamientos no ha sido el único recurso a la mano para olvidarme por un momento de las sombras y de los imaginarios pasos que, creía, se aproximaban a mis espaldas. Cuando el sol ya está definitivamente en el cielo, guardo en el carro las pertenencias de Beverly. No menos enmudecida que antes la llevo a mi lado. Parece dormitar sobre mi hombro cuando salimos de la brecha y tomamos la carretera principal de la región.
—Yo manejo –le había dicho—. Tú duérmete.
Bordeamos la costa a todo lo largo de la nueva autopista. El mar se ensanchaba en un amplísimo semicírculo azul. Sin entrar en la ciudad, seguimos la calle que corre paralela a la alambrada de la línea internacional. Muy pocos autos hacían fila a esas horas. El oficial de migración nos pidió los documentos y le hice ver la mica de pase. Me pidió los de ella. Le dije que no se sentía bien. Insistió. Busqué en el bolso de Beverly su pasaporte y me vi de pronto entre el oficial impaciente y ella apoyada en mi hombro derecho. En una fracción de segundo la volvía a ver a mi lado y vino a mi mente el momento anterior cuando conducía por el camino de la costa viendo cómo el mar y la playa se iban hacia atrás en el espejo retrovisor. El oficial no me dejó precisar mi presentimiento repentino al exigirme una vez más, obcecado, el pasaporte de Beverly. A gritos me exigió que la despertara. Le contesté que estaba enferma. Insistió en hablarle, le tocó el hombro bruscamente, pero Beverly no respondió. Sentí entonces algo frío que me humedecía el pantalón. Cerré los ojos. Los apreté en un intento de deshacerme de la imagen de un torero con el muslo ensangrentado que había aparecido de pronto en la oscuridad instantánea de mis ojos cerrados. Así, con los párpados contraídos, palpé mis dos piernas y el muslo contiguo de Beverly. El torpe aventón del oficial sobre el hombro de Beverly me despabiló. El cuerpo de Beverly cayó de golpe hacia el lado derecho, y la sangre estaba allí abajo en sus muslos. En mis manos. No volví a tocar nada. No volví a tomar el volante. Permanecí con las manos extendidas y paralizadas.


















Comments: Post a Comment



<< Home

This page is powered by Blogger. Isn't yours?