Sunday, April 09, 2006

 




22

Ojalá que algún día vuelvas a frecuentar estos lugares, las callejuelas de los patios entre los carcomidos grupos de edificios y aulas, los sótanos del dormitorio, atiborrados de muebles y cajas, naipes y mesas de paño verde, sobre ruletas enmohecidas y pianos desprovistos de teclas. Ojalá. Ya no tendríamos miedo. Volveríamos a encontrarnos entre los escombros del casino y veríamos las jaulas de los pájaros en los jardines. Podrías volver una vez más al mismo sitio y yo te esperaría como antes. Ya para entonces se habrían cumplido cuando menos seis meses sin vernos. Llevarías lentes para el sol. Te verías recién bañada, como si acabaras de salir del mar. Pondrías la mano sobre la ventanilla del auto como queriendo asegurar la puerta contra tu cuerpo mientras la luz verde te diera el paso. Las hileras de carros, el sol, exacerbarían mi confusión impidiéndome reconocer que podría tratarse ya, para siempre, de la última vez que te vería. Sin embargo, podría darse otra posibilidad de reencuentro. Un sábado cualquiera: un bar como el Blue Fox, mucho frío, luego tú y él, cada uno por su lado, tú viéndome, sin hablar: nos veríamos seguramente más tarde...
Se trata de tu última visita a la frontera. Al fin te veo salir del estacionamiento donde de inmediato reconozco tu carro y las placas amarillas de California. Miras la calle y a la gente que pasa y caminas tranquila. Te pones los lentes. Está nublado, pero te ves bien. El pelo largo te cae a los lados de la cara despintada. Parece que acabas de llegar de un viaje muy largo. Nos abrazamos. Pongo mi mejilla sobre la tuya, nervioso, temiendo que la retraigas bruscamente. Meses sin vernos. Nada tienes que decirme. ¿Me contaste que habías estado en una isla de leprosos? La pileta de aguas sulfurosas tiene lama en el fondo resbaladizo. Ámbitos oscuros, corredores, terrones de sal cristalizada. Agua verde negra. Estás sentada. Los leprosos se bañan. Su piel, azulada, tirita. Carecen del pelo, se les ve el cráneo inflado, y las venas. Entran vestidos en el agua. Titubeas. Te bañas con ellos. Caminas en el agua que te llega a la cintura. Te vas despojando de la ropa. No contagian, te informa alguien... ¿Qué haríamos, cómo sobreviviríamos si nuestro cuerpo no estuviera constelado de huecos, poros, boca? Reventaríamos.
Él, el que te acompañaba frío y distante en la barra del Blue Fox, debe ser el tercer personaje. Tu esposo, tu amado fantasma. El piloto maestro. El capitán. El aviador devorado por el cielo. La significativa ausencia en tu búngalo del acantilado, tu irrecuperable dueño. Me mostraste la fotografía de tu monedero en la que estás sentada sobre una fuente, junto a unos árboles, te estás viendo las uñas de los pies; llevas sandalias y no se te ve bien el rostro. En aquellos lugares, me decías, una puede andar descalza por todas partes, incluso cuando llueve porque hace calor y el suelo es fresco. Me gustaba mucho oírte. ¿Dónde estaban los leprosos, en la alberca del casino o en los manantiales de aguas sulfurosas? Agua que alivia los huesos. Agua que suaviza los músculos. Agua que revienta la córnea. Agua donde flotan los leños salvadores para el náufrago. Agua salada de donde emergen las lobas del mar. A medias. A medio cuerpo. Apenas. A flor de agua.
Me decías que yo debía ir algún día a Mulegé, que huele a membrillo, a arroz cocido, a mandarina, que los cerros braman durante la noche. Mientras te escuchaba me propuse visitar los lugares que tú mencionabas, el litoral de la salinas, pueblos con iglesias y conventos franciscanos, misiones jesuitas, playas interminables, verdes y plateadas, hamacas, casetas de todos colores y terrazas a la orilla del mar.
Las dunas, decías, tienen forma de lengua, se forman detrás de cualquier rompeviento. Es un lugar donde atesoran todos aquellos galeones y bergantines en miniatura. Me hubiera gustado verte tocar los frescos y bajorrelieves labrados en los muros: te imaginé sola entre los pequeños jardines centrales que cruzan los conventos, debajo de los arcos, contra las paredes manchadas de pátina. Esa tarde al bajarte del auto, aproximarte a mí, aceptar mi abrazo, caminar junto a mí, me propuse no interrumpirte demasiado. Me hice el propósito de no impedirme transmitir lo que en el fondo sentía ni ocultar cualquier pensamiento que me hiciera parecer frío ante ti. Buscaba hacia dónde dirigías los ojos al mover los labios. En tu agenda garabateé un dibujo y escribí tu nombre varias veces. Habías cambiado muchas direcciones; algunos teléfonos me parecían familiares. Vi mi nombre y un antiguo domicilio mío.
Estás metida en un cabina telefónica. Introduces la moneda en la ranura; llevas sandalias y vestido ancho. Doy vueltas a la cabina. Alzas un pie. Dejas una de las sandalias en el suelo; te enredas en el cordón y la bocina. Te ríes; escuchas callada. No sé con quién hablas. No alcanzo a oír tus palabras. Ahora, siempre que veo una cabina desocupada siento ganas de entrar, cerrar la puerta para no morirme de frío. Tenías muchas cosas que decir en aquellos días. Otra noche: estás sentada en un café; llevas gabardina azul, la dejas caer al quitártela y te sientas sobre ella. Rasgué una calcomanía del cristal y te vi a través de un orificio; fumabas mientras él te contaba no sé qué cosas. Me fui. Di una vuelta a la manzana y al no encontrarte de nuevo en el mismo sitio corrí a casa. Quise morirme. Golpeé objetos inconteniblemente, salí corriendo y agitado y caminé de prisa por calles y calles sin detenerme. Me puse en una esquina esperando que pasaras. Después de la media noche, camiones y autos rugían bajo el paso a desnivel y ví cómo dentro de ellos la vida pasaba abajo y al margen mío, sin que yo interviniera, sin que yo moviera un dedo, sin participar. Cuando volví a verte en los jardines del casino me dijiste que ya estabas cansada de todo, que simplemente no querías hacer nada, e insistías en lo mismo. Yo he sido muy afortunado, traté de convencerte. Pero volvías al asunto otra vez. Haz algo, vete, lárgate a cualquier parte, decídete por algo, malo o bueno, pero haz algo, carajo, vete a Cuba, al África, dijiste desesperada, aunque sin mucha convicción. Qué profundos estábamos aquella noche, la “típica actitud destructiva”, nuestro “papel en el mundo”, y entonces no hubo más remedio que tomarte a fuerzas de la mano y moverte a empujones para hacerte reaccionar; te golpeé la cara, los labios, y otra vez las frases, “nuestro deber de ser felices”, esto es todo, “la pareja no da más”. Te subí al carro y te llevé a la parte de la ciudad donde está el depósito de cadáveres. Bastó empujar las rejas de la entrada para meter el auto y alcanzar el centro del patio rodeando edificios y luego de trasponer portones metálicos y corredores fríos te cerré la puerta del cuarto refrigerado que quedaba al fondo. Te oí gritar durante eternos segundos, golpeabas la puerta y pataleabas. Saliste aterrorizada pero más tranquila, me abrazaste llorando, y me dijiste que ya no querías hablar de esas cosas, y que esto, y que lo otro, y que es la última vez, y que te necesito, y que no me vuelvas a dejar sola. Al llegar a casa, al cubrirte con las colchas, te dije que te iba a dar de nalgadas cuando volvieras a ponerte de aquella manera.




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