Sunday, April 09, 2006

 

21

Cada una de las paredes del casino tenía un metro de ancho. Era el tipo de construcción acostumbrado antes de la guerra: altos, gruesos paredones de mampostería forrados de estuco y enjalbegados. Las tejas color ladrillo se imbricaban como viseras de los búngalos y a lo largo de las bardas que encerraban las fuentes de aguas termales al otro lado del puente por donde el tren pasaba, silbando, todas las noches.
De la parte de grava interrumpida por el terraplén se desprendía la vereda que llevaba a los balnearios, a los manantiales de agua bendita y temperatura elevada, de agua remedio, a los baños sin virgen de Lourdes. Más allá de aquellas paredes que ocultaban a los nudistas extranjeros, varias mujeres salían de los compartimientos de concreto en que estaba dividido el estanque y entraban en las casetas de junto. Anuncios de cerveza y refrescos, letreros sobre lámina, tapizaban los portones del balneario. Allí, afuera de los baños y a unos cuantos pasos de los cabarets del río, convergían diversos caminos. Entre una clase y otra, veíamos desde el instituto de Agua Caliente llegar taxis amarillos y marineros uniformados en cuanto empezaba el verano. Diminutas y distantes se distinguían las mujeres que los recibían, jóvenes y viejas recién salidas del agua, todavía secándose el pelo, el cepillo en la mano, olorosas a jabón corriente. Gordas, en pantalones unas, otras en camisón, las mujeres se desperezaban estirando los brazos y aspiraban profunda, placenteramente al bajarse de los catres o al emerger desnudas de la primera zambullida en las aguas sulfurosas. De noche, el panorama era menos abierto: apenas se adivinaban las luces traseras de los taxis que corrían rumbo a las casas del balneario señaladas por pequeños e intermitentes focos rojos.
Pero, ¿en qué parte o a quién podía preguntar por Beverly si cuando llegó por última vez a ese lugar de la colonia sólo existían restos del antiguo casino y los manantiales se habían secado? ¿De qué me servía, ahora, la proximidad del mar, qué sentido tenía para mí contemplar alelado el búngalo donde había estado unos días, unas noches, sola, conmigo, totalmente divorciada de aquel mundo remoto en que vivió?
De nada. Caía contra mis ojos una hilera de capas prefabricadas y el reflejo de algunas letras luminosas: Blue Fox, Aloha, Waikikí. Estacioné el auto sobre la cancha de tenis. Saqué de la cajuela varios rollos de película que me distribuí en los bolsillos. Quité el estuche a la cámara y me la colgué del cuello. Me la puse en el corazón como preparando una segunda posibilidad de mi vista, otra cuenca de mis ojos, otro recurso, un artefacto óptico adicional que me sirviera para captar y fijar aquellos edificios en ruinas que no podía detenerme a considerar debido a la mirada suspicaz que me lanzaba el soldado de la brigada militar acantonada allí en la escuela, allí en el excasino, guardia pertrechado detrás de una palmera. Me detuve ante el pórtico arábigo del Salón de Oro. Vi mi rostro en el agua. Un tablón húmedo y sin forma se hundía dentro de la fuente: en el fondo encharcado flotaban bolas de papel y flores podridas que no obstruían el espejo de las cabezas de caballo afiligranadas y apenas fijas en el arco oxidado de la pila. La hierba semicubría los adoquines comidos por el tiempo. Adornado con azulejos, el enorme pórtico ceniciento concluía pronto en otro portón clausurado con trancas y ventanales destruidos. Una cadena prohibía el paso. Introduje la cámara a través de los cristales rotos y traté de alcanzar con la mano uno de los carteles fijados al desteñido mosaico azul que empezaba a desprenderse debajo de unos tablones quemados. En el cartel se insinuaba aún, borrosa, la imagen de Rita Cansino. Al fondo todo era escombros, huellas de bomberos, cajetillas de cigarros aplastadas, latas de cerveza, sobrecitos vacíos de preservativos, revistas mojadas, trozos de papel periódico con excremento y arrugados.
El edificio vecino había servido de hotel y comedor y allí precisamente, entre puertas y dinteles resaltaban grabadas las palabras de los estudiantes, las malas, necesarias palabras que todos debían poner para expresarse, insultos anónimos contra el prefecto del internado o declaraciones de amor en clave de iniciales. Y sobre estos letreros, sobre estos manchones, sobre estas sentencias, incidían otras formas de integrar las sílabas, de unir las frases, de imponer una tipografía caprichosa y de combinar mayúsculas, tipos góticos e itálicos sobre números romanos y esparcidos ejercicios de formaciones, dibujos, figuras, coordenadas de versos obscenos.
En los bajos recintos del casino se prolongaban túneles inescrutables. Entre horas de clase, o después de la jornada cuando la colonia se quedaba sin un alma, los túneles que comunicaban los diversos y difusos subterráneos se convertían en el laberinto fascinante de juegos solitarios, de muchachas perseguidas y aterrorizadas. Eran los claustros de risas y voces devueltas por el eco; eran los fantasmas de Rita Hayworth y del amante de Jean Harlow; era la búsqueda adolescente de legendarias fornicactrices. Manteles de paño verde, ruletas, mesas de billar, pianos y pianolas, carteles absorbidos por el estuco como frescos renacentistas. Y en ese lugar habría de encontrarte nuevamente. Estarías sentada sobre el pasto, cerca de las canchas de tenis. Años más tarde me dirías que en aquella ocasión, cuando estábamos a punto de terminar la secundaria, me ibas a regalar la fotografía de tu credencial; ya estábamos en tercer año y después de exámenes no nos volveríamos a ver. No me atreví a pedirte la foto ni a dirigirte siquiera la palabra. Más noche te sentaste entre el público, sola, sin verme, ya empezado el concierto de Schubert que se ejecutaba en la sala de conferencias del Salón de Oro. Una vez más las paredes y el cortinaje nos ponían con sus dibujos a pensar a cada quien en su mundo; llevaban nuestra atención a otras cosas lejanas, a las mujeres y a los vestidos pintados en el cielo raso; se nos perdía la vista en el tapiz atestado de filigranas, costras en caída, imágenes que perpetuaban una cena de gala en un casino disuelto en el tiempo.
Ya en desuso, las cortinas de terciopelo que antes cubrían y descubrían el proscenio se mantenían permanentemente abiertas, guindas y empolvadas. El polvo sobre el color cereza y las siluetas de las bailarinas aparecían y reaparecían a la mitad de Rosamunda. Las mujeres acababan de sentarse a la mesa vestidas con transparentes gasas blancas y puntiagudos zapatos de charol. De las copas de champaña se elevaban burbujas, pequeños globos cristalinos de agua y de aire y las pipas de las mujeres se confundían entre el humo y las risas esparcidas de las conversaciones y los meseros apurados que ordenadamente se desplazaban entre mesa y mesa. Cuello alto almidonado, peinado a la Rodolfo Valentino, mirada de ojeras maquilladas y esbeltos, altos, erguidos meseros atendiendo los caprichos de las mujeres divertidas junto a las ruletas y las máquinas traganíqueles entre el comedor y el Salón de Oro, antes, durante, y después del baile sobre las tornasoladas alfombras, espumosas y rojas, a medida en que se oían los gritos y se veían las piernas de las mujeres en el cielo raso del salón de conferencias, en las paredes que estaban detrás de Beverly y la mirada de Beverly: el cuello alto, la bolsa de lona, la chamarra de franela, los ojos amplios y casi romboidales como en las figuras de Modigliani, porque el cuello alargado y suave y el pelo rubio y castaño cubriendo los pabellones de las orejas integraban a Beverly al conjunto de las pinturas, destacándola del resto de los concurrentes al concierto, por encima de las cabezas y los cuerpos en la oscuridad del fondo. ¿Y el sillón Recamier donde posaste como una maja? Retrátame, me dijiste. Puertas cubiertas de seda y espejos de pared iban del suelo al filo de las lámparas de araña. Oprimí varias veces el disparador de la cámara y surgiste entre sombras, oscura y distorsionada como si no hubiera habido suficiente luz en aquel cuarto... Pero nunca habrás de ver esas fotos. Afuera del hotel por la ventana se ve una cancha de tenis, el pasto crecido y un jugador solitario de basquetbol, el mismo que se repite en las fotografías que revelé más tarde. Las palmeras contra el sol no fueron registradas; la luz, directa, vino a velar la película; apenas se percibe una palma descompuesta y nebulosa. Sobre el casco del casino salta la torre del antiguo aeródromo. Es la parte más alta de las ruinas, coronada por azulejos, es azul y tiene figurado el marco de sus almenas y los escalones que suben y bajan en las alturas del castillo medieval e infantil. Al pie del minarete, un anciano amontona basura. Parece el guardia de un faro. Da órdenes a un mozo ese domingo en la tarde cuando viste de corbata, pantalón de lana y suéter. Dirige al mozo para que lleve en una carretilla las hojas secas y el polvillo que cae de los árboles, los dátiles maduros, las palmas, y mira pensativo el pequeño montículo de basura que lentamente empieza a quemarse.
En medio del silencio presiento la aparición inminente de Beverly. Creo volver a verla en uno de los túneles del casino. La busco, a pesar de que me consta que la oportunidad de hablarle, o de que me escuche, nunca volverá a presentarse. Sé que supo hacerme callar, que me enseñó a enmudecer. Al encontrarnos en el aeropuerto me dijo que nunca había visto las fotos. No me digas que nunca recibiste el juego de fotografías. He estado como tres, cuatro años, decidido a romper el archivo, a destruir el recuerdo y el pasado a base de rompimientos materiales, dedicado a no conservar nada que tenga relación con lo que ahora se ha desvanecido. Lo que ahora no existe no vale la pena. Ni una foto, comentaste. Hay gente que ni siquiera conserva una carta. Te observé extrañado. Como ahora, olvidadísimo de ti, porque nunca me avisaste que lo que apareció en aquellas imágenes era absolutamente verídico ni me ayudaste a comprobar que había sido yo, y nadie más, quien las había tomado. De veras, no salía de mi asombro, particularmente cuando orgullosísimo me puse a revelar yo mismo, con mis propias manos, tus fotografías en el cuarto oscuro, y después de prolongados y fascinantes experimentos, después de haber comprado papel mate de tantos gramos, sin brillo, saqué a la luz un par de maravillosas fotos tuyas: donde estás dentro de una tienda de ropa para mujeres, frente a un espejo lateral, junto a una pareja, y otra en que te capté contra un muro lleno de carteles. Justo en el instante de verte descender de la avioneta estaba yo con esa cara de espera, con esa cara de curiosidad tranquila y sin rubor, para sólo oírte hablar de otras cosas, y sin decirte nada todavía sobre la necesidad de separarnos, te dejé seguir hablando y esperé una vez más tu respuesta rápida y entusiasta porque me había deleitado mucho trabajando con aquellas fotos. Te había visto emerger poco a poco del agua. Te cambiaba de un líquido a otro, de una solución a otra, y luego te detenía y demoraba cuando empezaba a distinguirte claramente entre el negro y los grises y los blancos del papel mate, como si nacieras adulta, chorreando, de una concha blanca y generosa, de una espuma marítima y mítica, como una Venus. Y repetía el procedimiento, con una fascinación o una esperanza prácticamente alquímica. Te tomaba. Te veía bajo la luz roja y por fin lograba tenerte revelada en el cuarto oscuro donde habías nacido y brotado de unos cuantos segundos de luz y de agua, y nuevamente, arrolladoramente acuosa, quedabas puesta a secar. Te cortaba. Buscaba diversos ángulos y encuadres con la guillotina. Y al día siguiente aparecías bajando de la avioneta amarilla, viva, palpable, saludando y agradablemente tibia en las manos. Fue entonces cuando yo, incontenible, te besaba esperando en silencio oírte anunciar que efectivamente habías recibido las fotos y que te habían encantado, que pensabas que eran fotos de estudio. Pero las cosas ocurrieron de otra manera. Tuve la impresión de que todo se había perdido y supe que vivir sin relación con nada ni con nadie era –tal vez, provisionalmente— lo más adecuado. A partir de aquel vuelo que te sacó del país para siempre, me propuse encerrarme en mi cuarto y no hablar ni siquiera a solas. No le avisaría a nadie de tu desaparición. Los amigos comunes, si los tuvimos, dejaron de existir para mí.



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