Sunday, April 09, 2006

 
19


Me tiemblan los labios.
Siempre fuiste la misma con diferentes nombres, la niña del barrio, la compañera en la escuela secundaria, la señora joven recién casada, la prostituta del casino, o la misma, tú misma, cuando a cierta distancia te dejaste perseguir por los andenes del aeropuerto momentos después de que te viera descender de la avioneta amarilla. Puedo suponer asimismo, con toda la confusión a la que no puedo escapar y que inevitablemente me impide ser espontáneo, que de alguna manera has tenido que ver con todas las mujeres encerradas en las casas de los baños sulfurosos, con aquel mundo en el que reinabas tú y no dejabas salir a nadie, aunque tú hayas figurado individualmente entre ellas y a pesar de que ya no estés para, al menos, escucharme. No descarto que tú sigas siendo el cuerpo sigiloso y el rostro que de mí mismo contemplo en el espejo porque he vivido conmigo desde que nací y aún ahora no he podido, de una manera total, salir de mí mismo. Pero lo sabía perfectamente, con una claridad aterradora: el día en que partieras, te empezaría a querer. Trataría de buscarte por todo el mundo. Abrazaría a un gato en un sueño días, semanas después de haberte visto partir. Qué extraño, me diría, vuelvo a descomponerme. O qué bueno, vuelvo a necesitarte, a verte venir sola en los corredores de la escuela nocturna y despeinarte, y otra vez el gusto de pasearnos entre calles y calles y el hábito inagotable de meternos en aquel restaurante español a tomar cerveza del mismo tarro. Las carencias, Beverly. Todo lo que no tuviste. No te enseñaron a darte cuenta, no te dijeron que tú también tenías derecho a todo, a irte de tu pueblo porque así lo deseabas, nadie estuvo cerca de ti para decirte que no tenía nada de malo. Nadie estuvo allí para escucharte y comprender que lo que tú decías era cierto para ti. Te miraste ante el espejo, te sentiste los huesos de la cara, las arrugas incipientes en los párpados. Era la primera vez que estabas contigo pero no tenías la absoluta certeza y viste en el espejo que ya habías crecido. Trato de definirte y fracaso. Trato de relacionarte, de registrarte, y me atiborro de palabras, exactamente igual como cuando intenté escribirte muchísimas cartas fallidas. Quise hablar de ti como si existieras o como si no me dirigiera a ti, pues de la noche a la mañana, en una fecha ya ida, me quedé hablando solo, mencionándote en tercera persona, e inclusive, diciéndome en voz alta, paseando por la playa, entre rastrojos, que ese lugar y lo que había vivido contigo me habían transformado y hecho a la vez añicos; me dije que poco a poco, con el tiempo, me reintegraría y juntaría los pedazos de mi ser disperso, hasta recuperarme, entenderme, y crecer. Tuve mucho miedo de la muerte, pensé en ti, pero pronto llegué a tener la sensación de que la única muerte que me había importado era la mía propia. Te me escapas, te me vas, y trato en vano de tenerte otra vez aquí conmigo, trato de condicionarte o inventarte en cualquier lugar del mundo o del pasado. Comeríamos otra vez pescado ahumado en aquella playa, te imaginaría sola y podría presentir cada una de las cosas que harías allá lejos, sola, cada mañana, cada tarde, durante todo el transcurso del día, y te ubicaría triste y deprimida quizá sólo porque de esa manera te reconocería de mi parte; o le daría otro sesgo a mis delirios y me diría que no, que jamás volverías a permitirte estar triste, porque no, nada más porque no debe ser, es malo y mientras tanto, por ahora, cuando menos, estás viva. En muchas palabras, te inventaría. Ya me las arreglaría para hacer de ti una enemiga irreconciliable y así tenerte afuera, mía.



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