Sunday, April 09, 2006

 
18

Vago uncido a mi cámara fotográfica. La siento como un instrumento de relación. Me parece que no puedo seguir viendo a nadie, a ninguna mujer, con el único, desvalido, pobre recurso de mis ojos. De nada me sirve mi mirada desnuda: veo sin ver, veo sin aceptar la vida de los objetos, la palpitación incesante de la gente, sin conceder valor a la vida que pasa por la calle, al margen mío, en la que no he podido participar. La niña de pantaloncitos cortos se sintió tomada en cuenta, se le daba un lugar en el mundo. La retraté como parte del conjunto, sin percatarme siquiera de que ella, individualmente, vibraba en medio de la composición de estanque, niños, senderos, estatua... se aisló, se fue alejando poco a poco de aquella parte del jardín y de aquel grupo de mujeres para alcanzarme y volver a caminar a mi lado y observarme de reojo. Sé que me miraba y me veo de perfil junto a ella. El teleobjetivo de repuesto, cilíndrico y alargado, añadido a la cámara, salía erguido hacia enfrente. En cuanto la niña cambió de curso y entró en foco al separarse de mí, disparé. Disparé varias veces. Varias veces. Volví a disparar hasta quedarme sin película y sin aliento, hasta que el mecanismo que hace girar la cinta de película se trabó.
No tenía otra manera de mirar que a través del teleobjetivo. Buscaba una pareja y calculaba la toma: esperaba el instante del encuadre perfecto y al caminar y comprobar que la pareja me daba la espalda, reaccionaba instintivamente y hacía el disparo. Ese momento único muchas veces coincidía con la música de algún radio y bastaba esa intrusión inoportuna para impulsarme a reaccionar de inmediato y disparar el obturador como si pudiera fotografiar el sonido. Apresarlo. Detenerlo. Paralizarlo como ansiaba congelar las imágenes.
El cuarto oscuro del laboratorio olía a limón y allí fui guardando los cartuchos usados de película. Durante meses me limité a almacenarlos. Sólo entraba para fotografiarme como todas las mañanas delante del atril y cargar de nuevo la cámara. Salía a la calle, atento a los ángulos imaginarios que se formaban desde arriba del puente por donde el tren pasaba todas las noches. Abajo, las casas de Agua Caliente no alcanzaban a ocultar sus techos rojos entre los pirules. Era como un domingo en el patio de recreo de una escuela. Lo rodeaban encuadres silenciosos y tristes.
Los búngalos del casino, las banquetas de madera, las canchas de tenis, se veían sin gente. Tampoco en la playa vecina ni en las cercanías de los baños sulfurosos asomaba muestra alguna de vida. Sólo alguien, pequeño y ligero, rebotaba un balón en la cancha de básquet, tras la alambrada. Blanco y negro, el jugador solitario se movía frente a mí sin salirse nunca hacia los lados y, a pesar de la sudadera blanca y roja del club Pegasos, su imagen era una mancha en tonos grises. El jugador ensayaba varios tiros, saltaba corriendo, botando la pelota contra la cancha de arcilla, se alzaba de puntas y en la fracción de segundo que permanecía en el aire, en ese preciso, impremeditado instante, resultado de un movimiento perfectamente estudiado, lanzaba la pelota a la cesta, crecía por unos segundos y la arrojaba con todo su pequeño, rígido, fibroso cuerpo contra la canasta. El tablero quedaba temblando, tambaleándose un poco y rechinando. No me puse a disparar la cámara descaradamente. No. Me recosté en una banca y pronto me vi dentro de cuatro alambradas, como en el interior de una jaula en la que resonaban distantes los rebotes de la pelota.
Durante todo el tiempo que estuve sentado nunca caí en la cuenta de que el jugador (que debía tener entre doce y quince años, zapatillas blancas de tenis y el calzoncillo rojo de los Pegasos) llevaba puesta una gorra como de golfista, una de esas cachuchas irlandesas de lana, cosida a gajos, que se estilaban en las películas de Chaplin y que, sin embargo, no era ninguna de esas cosas sino una bien definida gorra de jockey. Por un momento, y sin venir aparentemente al caso, me puse a pensar en las fotos que había tomado de Beverly (cuando ella se vestía en el cuarto del hotel y yo le dije espérate, siéntate en ese sillón y déjame que te retrate) y que con los años perdieron su color en un archivo absurdo de cartas y objetos inútiles. Seguí sentado viendo al jugador solitario que seguía rebotando el balón infatigablemente. Crucé la pierna y allá enfrente, a cincuenta metros más o menos desde el marcador de la cámara, continuaba jugando la diminuta y delgada figura del jockey que poco a poco surgía delineándose a través del visor de la cámara hasta distinguirse con claridad. La silueta más o menos distante quedaba recortada en sus contornos y paulatinamente se iba centrando en el encuadre que yo elegía: el jugador o golfista, o jinete, o enano, estaba listo para ser atrapado definitivamente, para ser grabado en el celuloide sin que nadie pudiera evitarlo. La pelota cruzaba el aire. El jugador, exhibiendo la sudadera con las letras Pegasos bordadas, saltaba a recuperarla. El remate era perfecto. El salto de águila, impecable. El tiro desde atrás de la nuca, sin tocar el aro. De rebote. Desde la raya blanca, desde la esquina más alejada de la cancha. El rebote continuo entre las piernas. La bola girando en la punta del dedo. El jockey corría hacia dentro de la cámara, iba, venía, volvía, daba un salto largo como el salto triple de los atletas y ponía, colocaba, depositaba la pelota dentro de la cesta. Tiros libres. Tiros de media cancha. La cámara fotográfica dejó de funcionar. Volví a ponérmela sobre el pecho. Devolví el obturador al máximo como quien pone seguro a una pistola y guardé la cámara en su funda de cuero. Salté entonces una a una las campanas de la torre de Agua Caliente que habían sido colocadas en el pasto después del incendio que consumió la tradicional boca de entrada al casino. La torre tenía cuatro arcos mozárabes en su base y descollaba mostrando la arquitectura de una mezquita turca un tanto híbrida al descomponerse en un vago estilo californiano, ya por sí mismo un poco colonial y andaluz. Por debajo de la torre entraban las caravanas de autos en los patios del casino y más tarde, cotidianamente, los camiones escolares y los autos de los profesores que fueron alojados en la antigua construcción. La torre valió también como símbolo a los estudiantes que mañana a mañana la atravesaban por sus cuatro pórticos ovalados al dirigirse a clases. Los suéteres guindas de los estudiantes cubrían a veces los escombros de la torre que, muchos años atrás, cuando al otro lado de la frontera se padecía la ley seca contra el licor, había sido erigida sobre una frágil armazón de madera forrada de tela de alambre y estuco. Varios fragmentos del interior de la torre, especialmente las campanas, estaban marcados con gris. Los nombres de los estudiantes, fechas, parejas recién enamoradas, recuerdos, sobrenombres, habían sido inscritos de una manera secreta y comunicaban en clave a quienes, en horas de clase, se escabullían a esconderse a través de escaleras interiores en el vientre de la torre y fumaban y platicaban y reían y se aburrían y dormían y se contaban historias y hablaban mal y bien de la gente, y deseaban tener a Marta, a Celia, a Elsa, allí adentro con ellos hasta que la noche cerrara el cielo y terminaran las clases y desaparecieran para siempre maestros y autobuses en aquellas partes periféricas de la ciudad, en aquella colonia semihundida, donde se encontraba enclavada la escuela en lugar del antiguo casino de Agua Caliente.
Sólo por la actividad y la vestimenta de los nuevos habitantes se distinguía el centro escolar del excasino. Antes y poco después de 1930, el movimiento era distinto. El ritmo de los visitantes ascendía los fines de semana, particularmente durante el verano. Los turistas venían de La Jolla, Santa Mónica, San Bernardino, San Juan Capistrano, pasaban el día en las playas o en las piscinas; se protegían del sol debajo de las palmeras traídas de Hawai que se sucedían a lo largo de las callejuelas del casino, y posteriormente asumían la noche en sus más ardientes etapas. Autos de lujo negros y color crema entraban por debajo de la torre después de desprenderse de la línea fronteriza o del aeropuerto de taxis aéreos y correr veloces el bulevar. Al trasponer el arco debajo de la torre, los autos bajaban por la rampa junto a los camellones adornados con palmeras. Elegantes mujeres descendían de los Packard y los De Soto frente a los pórticos del Salón de Oro, se detenían por un momento en el vestíbulo mientras el chofer alejaba el auto y alguien, si no llevaban pareja, se acomedía a introducirlas en el salón. Mi padre vestía entonces un traje de pana, zapatos blancos atravesados por un trozo de piel negra, y era uno de los telegrafistas que empleaba el hipódromo del casino en sus apuestas a larga distancia con los aficionados de California. Del hotel y los búngalos salían parejas o entraban. Luego, apenas se oía el rumor del tránsito en el silencio del campo y la algarabía en las salas de juego. En el patio enmosaicado del Salón de Oro un portero viejo y de pelo algodonoso despedía al amanecer a los jugadores y a sus damas. De esos años hay una fotografía en la que mi padre está rodeado por un grupo de amigos al pie de un avión trimotor cuya ala parece abrazarlos a todos. En el labio superior de mi padre, mientras se acaricia la nariz, se ve una herida que más tarde habría de cubrirse con un bigote pelirrojo. Los sábados buena parte de la población de California se vaciaba en la ciudad. Veía pasar los carros último modelo por el bulevar. Los lunes era distinto: la ciudad se veía despoblada como si hubiera sido objeto de una rápida evacuación. Los baños sulfurosos y los campos de golf aparecían desolados. Sin embargo, este proceso de superpoblación flotante de viernes a domingo siguió repitiéndose como una manera natural de ser de la ciudad cuando el casino fue clausurado por el presidente Lázaro Cárdenas y convertido en escuela.



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