Sunday, April 09, 2006

 
17

Todo se interrumpía de pronto. El año parecía suspenderse de junio a septiembre. Como un paréntesis violeta, el verano encerrado entre dos medias lunas cancelaba tajantemente la rutina y el paisaje del barrio, la visión del aeródromo sobre la colina, la caseta del guardagujas, el tren remoto e invisible de todas las noches al empezar a dormirme. En aquel tiempo la presa se había secado. Los grifos de la ciudad soltaban un agua lechosa y sucia. Pero nosotros solíamos ausentarnos durante los días más calurosos de agosto. Pasábamos las vacaciones en Navojoa y Huatabampo. Nuestra casa quedaba sola, al cuidado de mi padre. Sólo por las conversaciones de los mayores se sabía de la guerra, del Escuadrón 201, de la bomba atómica. En los alrededores de Navojoa las avionetas fumigadoras rociaban los algodonales. Día y noche los piscadores recogían las motas de algodón que iban acumulando en largos sacos de lona. Dormíamos al aire libre, en catres, bajo las estrellas. Íbamos a un cine sin techo y a caminar en la plaza y en las tardes, sobre los catres y bajo una sábana, conocíamos el silencio y el letargo a que nos sometía el horno del valle.
Con la misma mansedumbre con que habían llegado, los últimos días de agosto se nos escurrían sin darnos muy bien cuenta del dilatado cambio de estación. Bruscamente también fenecían, de un instante a otro. Y emprendíamos entonces el regreso a Tijuana. Cada vez eran menos los días de viaje entre el desierto de Altar y la costa. Como no había carretera asfaltada, ni trenes, los autobuses picudos (también los había chatos) daban el servicio con todos los riesgos implícitos para ganarse el derecho a la ruta cuando las condiciones mejoraran. Ni atrás ni adelante se advertían los faros de otros vehículos. Nos adentrábamos solos en la oscuridad. El conductor del autobús quedó de pronto vencido sobre el volante y no pudo más. Un pasajero voluntario tomó su lugar. Yo dormía apoyando mi nuca en los muslos de mi madre o me dejaba caer muerto de miedo en la almohada que se formaba entre mi madre y mi hermana pequeña. A esa edad tuve una impresión, la primera, muy concreta de la inmensidad. La brecha se dejaba corretear por el desierto; se perdía curveándose entre los chaparrales; había que seguirla contra el calor y el sol que a punto de disolverse se acostaba en la lejanía de enfrente. Más tarde, durante horas y horas, mis ojos trataban de atrapar la mano de luz ámbar que salía del reflector reconociendo el camino. La mancha amarillenta era el único rastro de vida entre la brecha perdidiza del desierto y mi madre dormida a mi lado. El hombre del volante encendía cigarrillo tras cigarrillo y trataba de hacer plática con las mujeres de atrás. Pasada la media noche, los pasajeros dormían y el chofer silencioso se concentraba en el camino... y en sus cosas que yo, a esa edad, no podía adivinar.
La noche en todo su esplendor y su silencio, el cielo abierto y estrellado, me sumía en una meditación suave, como en duermevela, que por un lado dejaba atrás la placidez de una casa solariega y limpia y cálida, la de mis abuelos en Navojoa, y por otro ponía delante de mí el enigma del retorno a un barrio abandonado y la repentina, segura aparición de mi padre en la terminal de los autobuses donde me esperaría regalándome unos chicles. Lo recordaba, sin embargo, en momentos de exaltación y locuaz: la brusca intrusión en la casa cuando todos dormíamos, el violento encendido de las luces, sus discursos, sus irrefrenables monólogos que nos imponía a gritos y tensas pausas, su invitación forzada a tomar café.
El anaranjado amanecer del desierto volvía muy tenues aquellas impresiones. El sueño a medias, dulcemente interrumpido por el camino en recta y las muy infrecuentes curvas, la pasividad gozosa de sentirme transportado y la sensación de desvelo, equivalían al paso de la noche a la mañana, a la recuperación de mi casa, la leche tibia, los juegos con mis hermanas, y el pirul caído en el barranco, donde nos escondíamos, pero asimismo auguraban un infierno ineludible, acaso momentáneo, que no podía explicar. Sentía que me acostaba en el mundo.
Sedante, el efecto de la luz sobre la ventanilla, la quietud de los cactus y las chollas, me despabilaba y sólo tenía ojos para contemplar el futuro inmediato, para corroborar si todo estaba como lo había dejado.
El autobús rojo se detenía en las curvas agudas, retrocedía y volvía a correr eludiendo los precipicios de la Rumorosa. Al despertar, una carretera lisa y recta significaba el fin del verano: los campos de algodón, las avionetas fumigadoras, el reconocimiento del barrio, las nuevas amistades, la bicicleta empolvada en un rincón. Unas rocas majestuosas y blancas parecían recién esparcidas separadas unas de otras, por el vómito volcánico de las montañas que se dibujaban en la lejanía morada y oscura del horizonte. En las estribaciones de Tecate, al lado de los viñedos y los interminables olivares de Matanuco, el terreno verdeaba en algunas partes apenas rociadas por una lluvia mezquina. Y la cortina de la presa marcaba, acaso sin saberlo nadie más que yo en el autobús, el mismo punto de partida y de regreso, de abandono y de reintegración, un desprendimiento nunca definitivo y siempre postergable.
Al pie de los olivos, negras, se pudrían las aceitunas. Pregunté por Beverly y no encontré más respuesta que la gravedad y el silencio de los rostros. Pedaleé hacia su casa siguiendo el atajo del callejón. Dejé la bicicleta en el traspatio. Alguien me puso en las manos una caja de chocolates para que no entrara con las manos vacías. De pie, absorto, sin decir nada, pensé en la posibilidad de que Beverly estuviera hecha pedazos. Bajé por la escalera y vi los restos de un gran festín: un mantel y una mesa pletórica de platos, pasteles, una especie de gran bandeja de plata donde, como un guajolote dorado, yacía Beverly con cara de lechuza, mutilada y vejada, el ojo agelatinado y casi desprendido, y todo su cuerpo se veía tostado, sus extremidades estaban rotas y saltaban como patas de gallina; junto a ella un niño se aproximaba a gatas tratando de sujetarla o consolarla o protegerla y la veneraba, la adoraba, y ella lo miraba. Vi sus ojos, vi dentro de sus ojos una expresión dolorosa, enloquecidamente dolorosa y acongojada, la mirada de alguien que sufre irremediablemente, de alguien que sabe que no tiene salvación. Me pregunté ¿por qué vive? ¿Por qué no la matan?
Era como un pavo asado.


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