Sunday, April 09, 2006

 


15

—Ve a la esquina y compra un cono de nieve.
Después paseábamos. Los lugares que conocimos siguen allí. En nada han cambiado. De tanto en tanto el zumbido de las hélices me recuerda la Piper Comanche en que llegó, pero a no ser por los sonidos los días transcurren como una prolongación de sus primeras ausencias. Ojalá que algún día vuelvas a recorrer estos lugares, esta parte de la ciudad deformada por autopistas y de alguna manera atada al esplendor de una época que, desteñida, apenas se deja ver en las paredes resquebrajadas de los búngalos y los moteles en proceso de demolición. Vivo en una de las casas empotradas a lo alto de los cerros, precisamente en la parte elevada donde termina el cementerio y entra una nueva carretera hacia el mar. Desde acá puede divisarse la línea fronteriza, las luces de la bahía de San Diego, y las patrullas de helicópteros policiacos. Es una zona parecida al sur de Italia, paralela al Mediterráneo. Viñedos, olivos y árboles de durazno crecen a los lados de la carretera. Hay flores de mostaza y en ciertos momentos del día las islas Coronado se delínean nítidas contra el mar. Rostros flacos y demacrados merodean al anochecer, vuelven de la playa y siguen su camino. El resto de la península, hacia el sur, es árido y montañoso.
No es del todo imposible que a estas alturas Beverly hay reanudado sus vuelos en la Piper Comanche. Es probable que sobreviva entregada a sus aficiones. Ya habrá superado la etapa preliminar de despegue y cumplido con las horas reglamentarias para poder volar sola. Durante algún tiempo, las prácticas consistían en subir y bajar sin que permanecieran las llantas más de unos cuantos segundos tocando la pista. La avioneta apenas rozaba la superficie en un tramo de veinte metros a lo sumo y volvía a elevarse. Siempre que una avioneta cruza el cielo es posible que allí, en la cabina de mando, esté Beverly en poder del aparato.
Una Piper Comanche toma rumbo hacia el mar y al trasponer el perfil de la costa da la vuelta en redondo y entra de nuevo, a baja altura, en la costa. La naturaleza del terreno es agreste y accidentada. Vientos secos empolvan las afueras de la ciudad. La vegetación es nula. Beverly puede llevar esa avioneta, puede sobrepasar las montañas rojizas del desierto y aparecer a lo alto el valle sobrevolando la ciudad inmersa en un cráter profundo. Más pasiva que trabajosamente, la avioneta se va dejando llevar por el viento y parece flotar. Antes de vislumbrarse el litoral de las salinas, la tierra cambia de color: de un pardo gris brota la cresta de otra montaña seca y súbitamente, la línea definitiva entre la tierra y el mar. En una extensión no mayor de cincuenta kilómetros, el campo se sucede en diferentes tonos. A lo largo de una sola área del valle pueden contarse diversas posibilidades geográficas: la piedra plomiza de los acantilados, el amarillo verdoso de los matorrales, las rayas de asfalto acurvadas entre pueblo y pueblo, el cielo azul y el mar azul. La ciudad se dispersa hacia las colinas que forman la cuna del valle. Casas de madera construidas con desperdicios de la guerra, techos rojos, tinacos para el agua, árboles recién plantados y débiles, se vuelven manchas menudas sobre las faldas de las lomas. Del terreno baldío situado entre la ciudad y la costa, emerge la parte de una montaña partida como una rebanada de pan: la autopista se abre camino hacia abajo y a los lados, a lo alto, palas mecánicas y tractores intentan cubrir los restos de un cementerio sin descendientes. Sobre todos estos elementos, al margen de cada una de estas visiones, se desvanecen las luces de la ciudad adormecida. Pronto se hace de noche. Giran las hélices, los motores se encajan en la espesura de las nubes y el piloto acecha a las hormigas que pululan aterrorizadas por todas partes. Beverly sobrevuela una meseta negra, entre cañones y desfiladeros, que poco a poco ofrecen huecos tranquilizadores, asomos de vida aquí y allá.

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